'TRAICIÓN'. El problema de tener un buen texto


CRÍTICA DE TEATRO

'Traición'
Autor: Harold Pinter
Versión y dirección: Marta Fernández Ache
Teatro Galileo (Madrid). 16 de septiembre de 2012

'Traición', el magnífico texto de Harold Pinter publicado en 1979, narra, a partir de experiencias personales del propio dramaturgo, un triángulo amoroso que implica a dos viejos y buenos amigos, en donde la mentira tiene más utilidad para engañarse a si mismo que para ocultar las relaciones extramatrimoniales. El autor inglés lleva al lector a través de una estructura temporal no lineal y con saltos cronológicos a contemplar la vida de tres personajes que se van desengañando, que van descubriendo que todos los trucos que habían usado para justificarse, para dar cierto sentido y dignidad a sus actos, van siendo desenmascarados. No se puede ocultar la verdad (y la verdad no es la infidelidad) dando rodeos y hablando con metáforas: intentar traicionarse tiene un precio.
Lo dicho, se trata de un texto magnífico, un regalo para cualquier dramaturgo. O un castigo. Porque ningún texto dramático funciona por si sólo al tener que ser puesto en escena, necesita que se le dé vida, que salte del papel al escenario. Y eso, María Fernández no lo logra en este caso. El fiasco, por comparación, es tremendo, no solo se puede hablar de una obra fallida, sino de desperdicio de una gran materia prima, el texto se convierte en un lastre que recuerda continuamente al espectador la oportunidad perdida.
Todo está muerto, inorgánico, los gestos parecen mecánicos, como si estuvieran marcados a priori. Da la sensación de que el montaje se hubiera preparado deprisa y corriendo, sin investigar, sin ensayar, sin buscar al personaje, confiando en que el espectador se conformará con ver a Alberto San Juan y Will Keen sobre el escenario.

Y si al menos estuvieran bien ya sería algo, pero confunden textos, fechas, y lo peor es que se nota mucho, parece que no les importara este aspecto. Por momentos no se entiende lo que dicen, se hace difícil saber lo que decía Keen (en el papel de Robert) cuando se abusa de su acento -debe ser una opción de dirección para destacar que es inglés frente a los dos vértices españoles del triángulo- y da la espalda a una gran parte del público debido a la disposición del espacio.

Los actores están en numerosas ocasiones fuera de registro, un ejemplo más de la desorientación de la labor de dirección.

Entonces se produce un problema. Allí donde Harold Pinter presenta lo cotidiano como una realidad hostil, donde los gestos más mínimos pueden provocar el conflicto, y en donde los personajes nunca trataran de hablar entre ellos de una forma directa, sino a través de rodeos, evitando los temas que le conciernen en verdad, usando monólogos llenos de pausas, un lenguaje totalmente ambiguo, que se convierte en un mecanismo de incomunicación cercano al silencio, que sirve para ocultar la propia desnudez, ahí es inevitable pensar que esos puntos sucesivos, esas pausas, son otra cosa, o que al menos no cumplen esta función.

Se pierde así, una de las características de las obras de Pinter, la degradación del lenguaje, del uso de este como barrera más que como camino a una comprensión mutua.

Se reduce el texto a una mera comedia de situación, de malentendidos (bochornosa es la escena del restaurante italiano) privando a los espectadores de la oportunidad de indagar acerca de la degradación del lenguaje usado como herramienta para el autoengaño y ofreciéndoles una tragicomedia con la que irse con una sonrisa a casa pero que pronto olvidarán.
En definitiva, una oportunidad perdida, el problema de tener un buen texto y no saber que hacer con él. 
BENJAMÍN JIMÉNEZ

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