'LAS FIERAS'. Aún sigue sonando la música


CRÍTICA DE TEATRO

'Las fieras'
Autor: Roberto Arlt
Dramaturgia y dirección: Rodolfo Cortizo
Compañía: La Pajarita de Papel
Teatro La Puerta Estrecha (Madrid)

A los pobres se les debería prohibir soñar, dice uno de los personajes de 'Las fieras' mientras juega a un solitario que no ganará. Son los pobres que han sido expulsados de la vida y que ya no pueden creer en la fraternidad humana, cansados como están de tantas promesas incumplidas de mejora social, de la promesa de una justicia que nunca llega y nunca iguala estómagos. Supervivientes tristes que aceptan la muerte y la miseria, no piadosamente ni con resignación, y sí como cínicos acostumbrados a convivir con ellas y a sacar provecho de la situación. Habrán sido derrotados por la historia, pero aún no se han rendido, son los tullidos que esperan a la salida de la misa, los vendedores de quincalla que estropean las bonitas fiestas. Personajes en proceso de hundimiento, preguntándose como han ido aceptando esa vida ruin y acostumbrándose a convivir en ese ambiente de canallas, esa inercia que les ha ido degradando.

'Las fieras' es el nuevo montaje de La Pajarita de Papel (que sigue en su línea de actualizar textos clásicos, o quizás de escoger obras clásicas que reflejan la actualidad). Rodolfo Cortizo realiza una dramaturgia muy libre del relato policiaco de Roberto Arlt, consiguiendo plasmar la atmósfera y la poética de las obras del escritor argentino, donde en medio de la desesperación hay una búsqueda de una verdad redentora.

Una  estancia, o quizás una habitación, sirve de almacén de los objetos de los sin nombre, que son llevados anónimamente al cementerio desde otra planta del mismo edificio. Un lugar donde habita el insomnio, la memoria de los que serán olvidados, los que no tienen nombre. Una estancia desde donde se puede pensar en la vida separada por una cortina.

El espacio escénico refleja este ambiente de decadencia, de tiempo parado que no avanza, si acaso disminuye. Un espacio en el que el espectador (no más de quince por función) puede sentirse casi como uno de los invitados mudos que acuden al cumpleaños de uno de los protagonistas, porque hay que celebrar a pesar de todo.

Es verdad que el recinto de La Puerta Estrecha se presta a este tipo de obras, como ya se pudo comprobar en uno de los anteriores montajes de la compañía, 'La danza de la muerte', de nuevo un espacio aislado, unos personajes exiliados de la vida. Pero si en la obra de Strindberg asistíamos a un maravilloso duelo entre sus protagonistas, aquí el conflicto no es entre los personajes, sino con la realidad.

Y ahí es donde reside el buen trabajo de los tres actores, encarnan a unos personajes en caída que están perdiendo la capacidad de desear, en conflicto con una realidad que les ha llevado a aceptar la derrota como un mero acto de mala suerte, sin ninguna posibilidad de cambio, convirtiéndose en unas fieras cínicas que sueltan palabras y hermosas frases como excusas. No hay en principio rebelión ni rabia contenida, solo amargura y un resentimiento hacia nada en concreto. Y a pesar de estas dificultades la obra no pierde nunca la tensión ni el ritmo. Es verdad que exige un mayor esfuerzo del espectador, una cierta complicidad en entrar en el ambiente de la habitación, en empatizar -podría decirse así- con unos personajes que no persiguen ningún objetivo, que no defienden nada, que apenas sueñan, donde los silencios cobran importancia.

Y sin embargo, bailan, y cantan y brindan y, a veces, aunque se les debería prohibir soñar a los pobres, sueñan, y quieren reclamar la memoria y tener un nombre. Y tal vez se planteen si ya ha llegado la hora de plantearse lo que es la realidad y lo que es la vida, en qué lado estar. Pura actualidad.  

BENJAMÍN JIMÉNEZ

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