ENTRE EL GRITO Y LA COMODIDAD: DOS DECEPCIONES

 


La temporada teatral madrileña arranca con nombres de peso y expectativas altas. Sin embargo, dos montajes recientes muestran un panorama menos estimulante de lo que cabría esperar: La verdadera historia de Ricardo III, de Calixto Bieito, y Los días perfectos, adaptación de Daniel Veronese con Leonardo Sbaraglia. Ambos trabajos revelan caminos distintos hacia una misma sensación de decepción: el exceso sin medida, en un caso; la moderación complaciente, en el otro.

La verdadera historia de Ricardo III: ruido y vacío

Bieito vuelve a Shakespeare con un montaje que parte del hallazgo real de los restos del monarca en Leicester, en 2012. La idea de entrelazar arqueología, historia y teatro podía haber sido fértil, pero en el escenario se traduce en una dramaturgia confusa, donde los forenses y científicos conviven con los personajes de la tragedia. Ese entrecruzamiento de planos —lo histórico, lo científico, lo teatral— termina más en un artificio que en una revelación.

El peso de la puesta en escena recae en la saturación: cuerpos arrastrados, gesticulación extrema, gritos que buscan intensidad pero que pronto se vuelven ruido. El texto shakespeariano aparece diluido, casi como pretexto, reemplazado por imágenes impactantes que no encuentran un cauce dramático sólido. La tragedia política y humana de Ricardo queda reducida a episodios fragmentados que nunca terminan de cuajar en una progresión clara.

El elenco argentino demuestra compromiso y talento, pero se ve arrastrado por las directrices de una dirección que privilegia lo estridente frente a lo matizado. Los actores, obligados a sostener escenas al borde de la histeria, pierden la oportunidad de explorar las ambigüedades morales y psicológicas que hacen de Ricardo III un personaje fascinante. El espectador asiste a un despliegue energético constante, pero rara vez a un verdadero momento de emoción o de revelación.

La sensación final es de naufragio: un espectáculo que quiere ser audaz, que pretende desmitificar la figura de Ricardo, pero que acaba devorado por su propio ruido. Bieito, que en la ópera sigue encontrando equilibrios brillantes entre provocación y música, tropieza de nuevo en su relación con Shakespeare sobre las tablas.

Los días perfectos: la tibieza de la comodidad

Muy distinto es el tono de Los días perfectos, aunque el resultado tampoco convence. Veronese adapta la novela de Jacobo Bergareche en un monólogo protagonizado por Leonardo Sbaraglia. El punto de partida es atractivo: un hombre que, tras descubrir unas cartas inéditas de Faulkner, inicia un viaje íntimo hacia su propia vida y sus pasiones. La novela es turbadora porque abre una grieta incómoda en el matrimonio, con la figura de una amante y un trasfondo emocional áspero.

En la versión teatral, esa incomodidad se ha borrado. La amante desaparece, Faulkner queda apenas como referencia lejana, y el conflicto se suaviza hasta convertirse en un relato de pérdida y arrepentimiento mucho más cómodo. La crudeza que podía haber tensado la obra se difumina en favor de un discurso pulido, pensado más para la empatía inmediata que para el desgarro.

La escenografía es mínima, sobria, con apoyos visuales y una iluminación limpia que busca acompañar la intimidad del relato. Pero esa sobriedad no se traduce en intensidad dramática, sino en una cierta planicie. El monólogo fluye sin altibajos, con momentos de emoción sincera, pero sin los quiebres ni los vértigos que el material original permitía.

Sbaraglia, con su presencia magnética, sostiene el texto con solvencia. Tiene carisma y voz suficiente para llenar el escenario, pero el papel que le ha dado Veronese está escrito sin aristas. No hay riesgo, no hay exposición incómoda, sino un lamento elegante y bien pronunciado que no deja huella profunda. El público puede conmoverse en algunos pasajes, pero la obra se olvida con facilidad al salir del teatro.

Un síntoma del momento teatral

Lo preocupante no son solo estas dos producciones, sino lo que revelan en conjunto. En Madrid conviven propuestas que aspiran a ser grandes hitos culturales, pero que a menudo se instalan en los extremos: o el exceso formal que busca impresionar a cualquier precio, o la adaptación que suaviza y simplifica lo incómodo para no incomodar demasiado.

Bieito, con su Ricardo, reduce Shakespeare a un ejercicio ruidoso que no logra ni iluminar el texto ni renovar su potencia. Veronese, con Los días perfectos, convierte una historia áspera en un relato confortable, dejando fuera precisamente aquello que podía hacerla necesaria. Dos errores opuestos que, sin embargo, comparten una misma consecuencia: el espectador sale del teatro con la sensación de que le han hurtado algo, ya sea la profundidad de la palabra o la fuerza de la emoción.

El teatro, más que ningún otro arte, necesita confrontar al público con lo que duele, con lo que incomoda, con lo que obliga a mirar distinto. En Madrid hay público dispuesto a acompañar ese riesgo. Lo que falta son propuestas que confíen más en la verdad incómoda de la escena y menos en el aplauso inmediato.

IVÁN CERDÁN BERMÚDEZ

Publicar un comentario

0 Comentarios