'BRAVE'. Pixar empequeñece


CRÍTICA DE CINE

'Brave' (Brenda Chapman, Mark Andrews, Steve Purcell. Estados Unidos, 2012)

Es un hecho incontestable que la irrupción de Pixar hace ya casi dos décadas ('Toy Story', 1995) revolucionó el universo de la animación y modificó el concepto de cine infantil que se asociaba a este género visual. Cada estreno de la factoría estadounidense ha sido desde aquel punto de inflexión un acontecimiento, una cita ineludible en la que el disfrute estaba asegurado tanto para los más jóvenes como para los adultos. Ahí se encuentra la singularidad de Pixar respecto a sus competidoras, en afianzar el entretenimiento para dos públicos tan diferentes y equilibrar sus propuestas transmitiendo dobles lecturas sin renunciar a un poético uso de la imagen y el discurso.

Cuando la productora avanzó tras 'Up' (2009) que 'Brave', la historia de una joven princesa que no quiere serlo, iba a ser su siguiente proyecto, se tambalearon los principios ya citados. En una época en la que el espectador adulto reconoce esta figura en la de Arya, la princesa de 'Juego de tronos' que sobrevive a duras penas (sin miedo a recurrir a la espada) en un entorno cruel y teñido de sangre, 'Brave' corría el riesgo de reducir 'target' y conformarse con seducir a una parte de la platea. Así ha sido, puesto que la última producción de Pixar es, indiscutiblemente, la más limpia, blanca e inofensiva de su ya larga remesa.

'Brave' luce en el interior todo lo que ha sobredimensionado a Pixar: la reproducción de una Escocia de castillos y bosques maravilla, el guión apenas tiene fisuras, hay sorprendentes usos estilísticos que elevan el tono (la conversación a dos bandas que nunca se produce entre princesa y reina), brillantes guiños humorísticos (principalmente en la figura de los trillizos) y un clímax final al que se llega con soltura, a pesar de la excesiva reiteración en el empleo de un truco narrativo. Flaquea sin embargo esta historia tan 'braveheartiana' y con ecos a 'Astérix y Obelix' al mostrarse tan correcta y pulcra, tan aseada que no se permite ni unas gotas de mala leche, ni un toque que se salga de las entendederas del público infantil, por muchas garras oseznas que luzca.

Ni siquiera se salva el mensaje presuntamente liberador y progresista que transmite su desenlace. Es fácil que lo diga una princesa. Lo complicado, o directamente imposible y hasta obsceno, es que se lo pueda plantear un vasallo, que es a fin de cuentas y en el aquí y ahora aquel que paga los ocho euros por presenciar esta producción que ha hecho que Pixar, en vez de cumplir años y echar mano de veteranía, empequeñezca.

RAFAEL GONZÁLEZ

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