'AMOR'. Cuando la música acaba


CRÍTICA DE CINE

‘Amor’ (Michael Haneke. Francia, Alemania y Austria,  2012. 127 minutos)

Haneke resuelve la historia desde el primer plano. No permite que a lo largo del metraje se especule. El golpe, pese a mostrarse desde el inicio, se transforma en una  herida que se abre con cautela entre el dolor y el amor. Los planos secuencia que emplea en los primeros compases son ya toda una declaración de intenciones. Su forma de reflejar a ese matrimonio mimetizado no recae en sentimentalismo absurdos. Todo es descarnado, no huye de lo que es el día a día.

El proceso degenerativo se muestra con honestidad. Las pesadillas tienen su cabida en la angustia, en el desmoronamiento repentino de una vida, en esa muerte que acude hiriendo. Todos esos recuerdos, charlas, añoranzas, destemplanzas son acompañados por una precisa música de piano que jamás empalaga. Haneke maneja sus instrumentos con una precisión y elegancia muy poco vistas hoy en la cartelera.

Mostrar la mortalidad unida a la perdida de condición de una persona desde una desnudez tan nítida consigue que esos rostros entregados el uno al otro sean cómplices de ese latir de colores y pesadillas que acosan sus sueños. ¿Cómo es el final que hemos imaginado? Se trata de enfrentarse a la cotidianidad de unos acontecimientos que condenan a asumir el comienzo del deterioro físico que ha llegado de un modo imprevisto. A partir de ahí, todo va a ir a peor. ¿Cuál es el mejor modo de asumirlo? La conciencia de unos  personajes que aceptan el transcurrir con promesas acerca de la propia dignidad que solicita cada uno para sí mismo es crucial en el desarrollo de un planteamiento que sólo tiene cabida en un matrimonio que ha de readaptarse con el consabido dolor que eso conlleva. De nuevo no hay esperanza, sólo existe el asumir y el amor –y más si están acompañados por la iluminación de Khondji-.

El matrimonio formado por Jean-Louis Trintignant y Emmanuel Riva es colosal. Llenan todos los momentos sin que se precise más. Ambos ofrecen una lección de sobriedad y saber estar frente a una cámara, no hay artificio ni impostura. La presencia de Isabelle Huppert –no debe salir más de diez minutos en el cómputo global de sus intervenciones- al igual que el paso furtivo de otros personajes,  sirve para que la historia se oxigene. Uno de los valores fundamentales en el director es su destreza con los actores, un aspecto que  parece quedar al margen en las virtudes que se le atribuyen, ‘como si fuese lo normal’. Los actores con él siempre destacan, no hay un solo gesto que no esté justificado. El fraseo es tan natural e impactante como lo es el tempo que atribuye a cada plano. La confianza en ellos y en su historia no admite fisura alguna. Se atreve en uno de los planos secuencia iniciales a dejar la cámara fija en un pasillo mientras sus protagonistas hablan fuera de campo, la atención del espectador es aún más intensa porque no hay nada en Haneke que sea casual.
Otro de los aciertos es tratar a los ancianos como personas vivas y nada conformistas. El cine, en general, salvo pequeñas muestras como pueden ser ‘En el séptimo cielo’ de Dresen o ‘Saraband’ de Bergman, ha tratado de una forma funesta a la tercera edad. Es posible que el éxito que viene cosechando ‘Amor’ produzca un cambio radical, pero por desgracia, el mercado está regido por rostros hermosos jóvenes, televisivos y del papel cuché.

Los contraplanos están montados con lucidez. No hay distracciones ni vías de escape. Llama la atención ese Haneke trascendente del final. Su modo es  sutil, no es necesario más. Los últimos minutos no dejan de ser curiosos, dado que ralentiza ciertos aspectos que quizá son de todos conocidos, pero aún así es valiente porque de un modo u otro, la vida continúa y, por fortuna, Hankeke la sigue filmando.

IVÁN CERDÁN BERMÚDEZ

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