CRÍTICA DE TEATRO
'La danza de la muerte'
Autor: August Strindberg
Dramaturgia y dirección: Rodolfo Cortizo
Compañía: La Pajarita de Papel
Teatro La Puerta Estrecha (Madrid). Hasta el 30 de junio
Una de las paradojas y maravillas que se dan en el teatro es la posibilidad de asistir a un espectáculo que muestra la decadencia, el rencor acumulado y el deseo de aniquilación mutua, el odio, en definitiva, y que, sin embargo, junto al malestar que invade al espectador por lo que se le ofrece a escasa distancia, crezca a su vez la sensación de asistir a algo bello. El público se enfrenta a la contradicción de presenciar algo terrible pero no querer que termine: asistir a la autodestrucción de los personajes sin importar el tiempo que tarde en llegar, ver ese proceso con deleite (pero con angustia). Es decir, convertirse en uno de esos fantasmas que recorren el escenario, pero aliviados por saber que podrán salir.
Porque en eso consiste el nuevo montaje de la compañía La Pajarita de Papel, que ahora traen a Strindberg con la obra La danza de la muerte (con un buen trabajo de dramaturgia de Rodolfo Cortizo), el proceso de destrucción mutua de un matrimonio magníficamente interpretado por Nicolás Fryd y Victoria Peinado Vergara, en un ejercicio de contrastes entre el derroche previo a la aniquilación de él y la contención que resalta toda la fuerza a punto de estallar de ella -en el ejemplo más claro de la promesa “hasta que la muerte nos separe”-. Dos personajes a los que sólo el rencor mutuo mantiene vivos y que están dispuestos a sacrificar cualquier cosa, alma y posibilidad mínima de salvación con tal de convertir la existencia del otro en un infierno.
Los montajes de La Pajarita de Papel podrán gustar más o menos, funcionar mejor o peor (y en este caso funciona, además muy bien), pero nunca se les puede reprochar la falta de honestidad, trabajo e investigación del espacio y los personajes. El texto se ha aligerado hasta llegar a lo esencial, dándole más ritmo y se le han añadido otros extractos que remarcan la poeticidad y el alejamiento de un posible naturalismo. Toda la escenografía contribuye a aumentar la atmósfera de decadencia, opresión y aislamiento.
Los protagonistas, separados voluntariamente del resto de los habitantes de la isla (todos unos impresentables en palabras del viejo capitán olvidado) en una casa, que no hogar, en la que no entra la luz del sol y conectada al exterior mediante una rampa, escuchan el vals que suena en la casa de los vecinos, una fiesta a la que por supuesto no han sido invitados,. Ese vals contrasta con la imposibilidad de que suene música en la propia, pues se la niegan el uno al otro. Solo hay espacio para un baile frenético del marido, un intento desesperado de ahuyentar a la muerte, la muerte ya presente y la que ha de venir, o quizás sea una invocación, puesto que la aniquilación al menos supondría un fin, algo que acabe con el eterno baile macabro.
Al matrimonio aislado, la opción de eliminar casi todos los nombres les incrementa el desasosiego. Su decadencia es irremediable, les permite ver lo que un día pudieron ser y que no son ni llegarán a ser. Solo les queda escuchar sus reproches, tan viejos y tan repetidos, mientras la despensa se vacía y apenas queda champán para celebrar el día de una muerte. Mientras, llega el olvido de los demás y las facturas que no se pueden pagar, y la criada, inquietante personaje que señala que no hay escapatoria posible, tampoco soñando, se mueve entre las ruinas como un fantasma.
Ni siquiera la llegada de Kurt, el primo de ella, aparentemente un triunfador en lo profesional (se hace cargo de la leprosería, aquí nadie se escapa) pero fracasado en lo personal, puede aliviar esa situación. Su visita podría aportar una bocanada de aire fresco, cierta tregua a esa cárcel, la posibilidad de enfrentar a los habitantes con la realidad y el exterior. Pero solo logra acentuar sus miserias, aumentar el desprecio de él hacia los demás y la obsesión de ella, siempre presente, siempre observando y esperando.
Invitado a jugar, más bien a ser un juguete de la pareja, un elemento más para la discordia, algo con lo que continuar el baile mientras se agotan de esperar el fin.
BENJAMÍN JIMÉNEZ
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