CRÍTICA DE CINE
'Guerra Mundial Z' (Marc Forster. Estados Unidos, 2013. 116 minutos)
Los zombis no desfallecen en a estas alturas en el empeño de ser un enquistado ‘trending topic’. A la estela de 'The Walking Dead', bien pertrechada de referentes, están saliendo y reproduciéndose sin freno infinidad de productos que les ofrecen el protagonismo, ya sea con mayor o menor fortuna. Así resulta complicado sorprender, que es justamente lo que no hace ‘Guerra Mundial Z’. Arrinconado el libro que le da origen, la historia aparece convenientemente pautada a los pies de una estrella como Brad Pitt. Un aviso lo daban sus poco acertadas declaraciones previas, en las que se felicitaba de haber realizado una película cuyo visionado podía compartir con sus hijos.
De esta forma, avisado y después comprobado, que no espere demasiado el habitual al subgénero. Los zombis de ‘Guerra Mundial Z’ apenas cuentan. Sus mordiscos ni se ven ni duelen, aunque físicamente parezcan pertenecer a la más avanzada red internacional de dopaje. La sangre no se derrama y su pasado ni importa ni existe. No es momento para ponerse trascendentes, tampoco hay tiempo, en este largometraje, más cercano en su vena más superficial al ‘Contagio’ de Soderbergh o al presunto trascendentalismo de ‘La guerra de los mundos’ que al filón de ‘The Walking Dead’ y familiares cercanos como ’28 días después’.
Brad Pitt carga sobre sus espaldas con la responsabilidad de salvar al planeta. Nada que espante, por otra parte, a un personaje atornillado a los peores clichés, padrazo de familia que reniega de su pasado como investigador de la ONU. Es un personaje unidimensional, como los restantes que pululan por la película. La mayoría de secundarios apenas tienen relieve, algo gravoso al referirse a la familia del protagonista –abnegada esposa y rubios hijos- y su inane subtrama en el portaaviones. Se le ven los cortes por todos los ángulos. Había que adelgazar un producto que, a nivel visual, sí tiene empaque. Marc Forster le da solvencia y consigue instantes que llaman la atención, como en el aterrizaje en Corea del Sur o en la espectacular –y valiente- escena aérea. Los mejores momentos, a pesar de todo, no llegan vía presupuesto, estrella de reparto o director consecuente. Es cuando aparece, sea intencionado o no, el humor. Sea negro o metafórico –la secuencia en Israel, con árabes e israelíes cantando- o más blanquecino, con ese Brad Pitt, el hombre con suerte, chulesco y desafiando a los pobres zombis refresco en mano.
Así, sin demasiado trascendencia, transcurre un largometraje que en cuanto se apaga se olvida, a pesar de hablar de asuntos nada banales como una guerra mundial. Se queda en ligera escaramuza, suficiente para pasar un rato sin una de las indigestiones típicas del ‘blockbuster’ veraniego.
RAFAEL GONZÁLEZ
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