
Premios y cuantías económicas desorbitadas y elogios al margen, lo cierto es que Mayorga deja en cada uno de sus textos, como el premiado, mucho fondo. Verdad es la palabra, material con el que salir del teatro y ponerse a leer. El madrileño abre un libro, conduce la lectura y deja que el espectador la concluya y reflexione sobre lo leído, escuchado y visto. Es un autor pegado al aquí y ahora, y no hay muchos, escasean, que escucha el latir de la calle, que no reniega de tocar temas duros y que aborda las páginas negras de la historia de cara. Y si hablamos de su descubierta versatilidad –como el salto a la dirección- no hay que olvidar esa otra cara quizá menos mediática pero también a destacar, como su labor docente –que muchos no podrán olvidar-, su reivindicación desde hace tiempo del teatro breve y su reciente acercamiento a la literatura dramática infantil (‘El elefante ha ocupado la catedral’). Esa es otra característica de este dramaturgo. Antes que el artista está la persona, el ciudadano, inquietudes no solo externas basadas en el reconocimiento sino también las más cercanas, silenciosas y desapercibidas casi siempre. Mayorga ha llegado a aplazar o suspender viajes institucionales por estar donde cree que debe estar. Al lado de los suyos, sin ataduras.
Y lo mejor es lo que queda, tanto por delante como por el camino. Mayorga sigue a lo suyo, elaborando un discurso natural y valiente cuando le piden la palabra y dando textos en los que la exigencia con los que los aborda la traslada al patio de butacas. A uno le gustaría que ese esfuerzo fuera correspondido más allá de los premios y no se quedaran archivados libretos como ‘El jardín quemado’ o el reciente ‘El cartógrafo’. Y si se habla de reconocimientos, no está de más recordar a los que profesionalmente le han apoyado desde hace tiempo. Desde espectadores hasta editoriales y todos aquellos que han contribuido a formar y que a la vez han recibido formación del nuevo Premio Nacional de Literatura Dramática.
RAFAEL GONZÁLEZ
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