'LOS BRILLANTES EMPEÑOS'. Gran Hermano en verso


CRÍTICA DE TEATRO

'Los brillantes empeños'
Texto y dirección: Pablo Messiez
Producción: Grumelot
Escenario: Nave 73 (Madrid)

Pablo Messiez comienza a afianzar su nombre en la difícil carrera pugilista que viene siendo el teatro. En esta ocasión son diversos textos de los Siglos de Oro los que dan cabida a una dramaturgia que no busca unirlos porque sí, sino que crea una compleja historia familiar de seis hermanos huérfanos que en pocas ocasiones sacian sus interrogantes.

Con una escenografía en la que los ventiladores, una olla, una bañera y libros conforman el espacio vital de la familia, los seis hermanos se mueven de un modo ordenado y disciplinado en lo que han de ser sus rutinas. Están muy bien marcados los roles familiares y la forma de actuar de cada uno siempre obedece a las mismas motivaciones. Las únicas imprecisiones que surgen son las que nacen de las preguntas e impulsos vitales.

‘Los brillantes empeños’ no deja de ser un montaje valiente. Jugar con el tema del incesto es un arma arrojadiza que nunca es sencilla. El acierto de Messiez es haber sabido justificarlo e introducir todos esos textos que los hermanos leen e interiorizan en el desarrollo de sus vidas. Todos aquellos conflictos que tienen las obras que releen tienen respuesta en sus impulsos. No se trata ya de que sean hermanos, sino de que son seres humanos que se tratan, se tocan, se anhelan y se vuelven a tocar para así dar rienda fáctica a lo imaginado. El deseo es la parte crucial que marca todos esos impulsos que de un modo u otro traspasan las páginas. Para ello, no se duda en situar un ambiente de cierta opresión. Nadie sale de esos muros que les dan cobijo. El calor es otro enemigo y los cuerpos desnudos necesitan eliminar todos esos interrogantes que devoran sus entrañas. Es divertido el modo que emplea para introducir las músicas en ese mundo asfixiante que recuerda en muchos momentos a lo establecido por Lorca en ‘La casa de Bernarda Alba’.

Un hecho destacable es tratar el verso del modo que Messiez propone. Es un acierto desubicarlo de la concepción del mismo que se tiene. Salir de ese tono cantarín que suele ofrecer es ya algo que atrapa. No es algo que se mantenga en toda la obra, pero sí en muchos momentos. Comenzar con la palabra ‘Hipogrifo’ hubiese molestado a Lope, como bien sabía Calderón, por lo que es una buena carta de presentación sobre lo que se ha dispuesto en el escenario. Los textos siguen su autonomía, pero más que estos, es la pulsión el verdadero eje que marca la obra y  la que llama a esos cuerpos que buscan encontrarse, amar, y no estar solos. La soledad y el vacío de las respuestas se integran en esas dudas que pocas veces son resueltas.

El reparto actoral es bueno, no hay titubeos ni imprecisiones. Todos recitan y se buscan y encuentran, y se pierden y se interrogan. Nadie responde, solo ellos se enfrentan a los otros y a ellos mismos. El pasado como interrogante que no les ofrece consuelo y patatas cocidas para calmar el hambre. La observación y el sentirse observados. Estar en ese espacio cerrado cobra otra dimensión cuando el público pasa a posicionarse como testigo consentido de los afectos y empatías. La sangre pasa a un segundo plano, el cuerpo busca y en ocasiones encuentra el consuelo del tacto y del beso.

El ritmo, pese a ser correcto, no consigue amoldarse bien a una duración cercana a los noventa minutos. Los posibles interrogantes que puedan surgir en determinados momentos se hacen más grandes al no condensarse el tiempo, de ahí que la reiteración sea un enemigo en una puesta en escena que tiene personalidad, pero a la que aún le queda trabajo por delante.

 IVÁN CERDÁN BERMÚDEZ

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