'EL GRITO EN EL CIELO'. La luz en las tinieblas



CRÍTICA DE TEATRO

'El grito en el cielo'
Compañía: La Zaranda
Autor: Eusebio Calonge
Dirección: Paco de La Zaranda

Una residencia para ancianos con las mejores y últimas técnicas para mantener activos y ocupados a los ancianos mientras esperan la muerte, una muerte que no significa el fin de una vida, sino un mero trámite burocrático, sujeto a disponibilidad y costes. Un lugar aislado del que no se sale vivo como dice uno de sus personajes, un corredor de la muerte grotesco, donde se ejerce una disciplina estricta para mantenerse vivos mientras tanto.

La Zaranda vuelve a crear un prodigioso acto de teatro, uno más que añadir a su extensa carrera tras más de cuarenta años subidos al escenario. Es, quizás, una de las pocas buenas noticias que da el teatro español. Además, con el mérito, y la valentía de haber cambiado su forma habitual, casi inamovible de trabajo. De su aislamiento en la nave de Jerez a crear a partir de ensayos abiertos en Venecia e incorporando dos actrices. Esta valentía puede explicar la frescura y la juventud de sus montajes. Y aunque tal vez se puede decir que este montaje no supera a los anteriores, no supone un paso atrás, ni mucho menos. Lo que se ofrece es una grandiosa obra teatral, un paso al lado para andar otro camino que lleva a la misma dirección.

En 'El grito en el cielo' vuelve, como en el anterior montaje 'El régimen del pienso', a esos lugares donde se es mandado a morir, centros de exterminio neutros, asépticos. Pero en donde ni toda la limpieza posible ni todo el lenguajes eufemístico puede ocultar el olor a muerte. Si en aquella ocasión eran cerdos que se rebelaban contra el matadero y se morían antes, aquí son unos  ancianos quienes se niegan a esperar la muerte encerrados, pasivos, obedientes.

La muerte  y la vejez como algo obsceno, que la sociedad destierra y se niega a ver, aquí se pone en el centro de la escena con toda su crudeza y toda la ternura. Unos personajes condenados, seniles, sometidos a humillaciones cotidianas y que sin embargo aún conservan vitalidad, aunque sea a fogonazos.

La Zaranda presenta un continuo juego de contrastes. Se producen momentos hilarantes, casi parece una comedia, para a continuación, casi al mismo tiempo, mostrar un desasosiego y una angustia terribles. Los personajes, genialmente interpretados, y en el que las dos actrices incorporadas están a la altura, se mueven entre la resignación y la rebeldía, entre la pasión de la búsqueda de una salida y el miedo a no encontrarla, incluso el miedo a que esa salida no suponga nada mejor que el calor de dentro. Pero siempre, incluso en los momentos más duros, más patéticos, conservan la dignidad y un sentido de fraternidad.

La escenografía, como es norma en La Zaranda, es sencilla, sobria. Aquí apenas tres jaulas de gran tamaño, que ahora son camas, ahora son un túnel. Todos los elementos llevan al espectador a esa residencia de la que no se sale vivo y sin embargo continuamente crea líneas de fugas. El trabajo de integración en la trama y el juego que se hace con los elementos escénicos debería ser estudiado por cualquiera que se quiera dedicar a esto del teatro.

La iluminación es un elemento importante en la creación de este espacio cerrado, en este depósito de vidas ya casi inútiles. Y en la rebeldía. Se apuesta por un tenebrismo a lo Ribera. Esas tinieblas que parecen envolverlo todo y que hacen destacar la luz, lo iluminado. Adquieren así, personajes y escenario, una plasticidad que remite casi a lo metafísico, a la capacidad de soñar frente a la realidad oscura. La belleza terrible.

El espacio sonoro juega un papel igual que el de la iluminación. Aunque los boleros de Perez Prado aporten menos que el Tannhäuser de Wagner, esta desigualdad no hace disminuir su valor. El espacio sonoro no es aquí un recurso más, un apoyo con el que suplir vacíos, al contrario, es inseparable de lo que se muestra en escena.

Teatro necesario, un texto que va de la tierra a lo poético, o mejor decir que encuentra la clave para no separar ambas cosas. Interpretaciones magníficas, donde la intensidad y lo “teatral” al hablar y al moverse llevan a la búsqueda de la verdad en el escenario. La Zaranda cambia para seguir igual, seguir siendo diferentes, ofreciendo teatro en la verdad, del que llega a las entrañas.

BENJAMÍN JIMÉNEZ

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