SOBRE 'LA ARAÑA DEL CEREBRO'



CRÍTICA DE TEATRO

'La araña del cerebro'
Autora: Nieves Rodríguez Rodríguez
Dirección: Lope Mayoral

Alguien arroja un montón de cacharros al suelo, una puerta se cierra de golpe y una mujer adulta entra en escena: empieza la “fiesta”. Su hermano sale de su escondite y ahí comienza el mantra del personaje de ella: “Vete de aquí”.

Él no se irá, pero que se vaya o no importa poco. No estamos ante una obra basada en el desarrollo de la fábula, sino ante una dramaturgia situacional y cíclica. El texto de Nieves Rodríguez Rodríguez se mueve continuamente entre la metáfora y el drama. No es meramente un “texto poético” por mucho que el lenguaje se estilice y el uso de ciertas figuras eleve la escritura por encima del plano de lo cotidiano. Estamos ante una lucha de 'agones' y frente a uno de los temas clásicos de la literatura dramática: la familia.

Los dos hermanos –interpretados por Rosa Puga Davila y Manuel Pico– tienen en común a sus dos progenitores asesinados. Lo peliagudo del caso es que fue la hermana quien cometió el crimen. ¿Por qué? ¿Cómo? Esto no se explica, aunque los continuos viajes a la infancia de ambos hermanos dejan entrever cómo el ejercicio de la violencia era algo habitual en la familia. Los padres aparecen de cuando en cuando. Visten de rojo y habitan una bañera que meten y sacan de escena mientras mantienen un pulso contra su propia insatisfacción vital, su necesidad de afecto y su locura. Para el director de la obra, Lope Mayoral, habría sido muy fácil pintar a los padres como a dos psicópatas desalmados y a los hijos como a víctimas inocentes. Sin embargo, la fragilidad con la que los actores Inés G. Viana y Fernando Lucena (Papa Pez y Mamá Pez) abordan su trabajo le permite al espectador atisbar el delicado nudo de sus gargantas. Por otro lado, la relación entre los hermanos gira alrededor de un álbum familiar de fotos en el que los padres no aparecen porque, como dice la hermana, “están muertos”. La necesidad de ella de conseguir comida y un trabajo se alterna con algunos episodios de la infancia compartida con su hermano. Para conseguir esto el director utiliza a otra actriz (Andrea Armas) para encarnar a la hermana-niña, aunque el hermano seguirá siendo interpretado por el mismo actor. 

Macetas, piedras, ollas, un reloj insistente, dibujos premonitorios que sirven como arma, pistolas de juguete y canicas, abrazos que no acaban de ejecutarse y, lo que es mejor, una violencia física que casi nunca se realiza (de ahí su fuerza) constituyen el patio de juego de estos dos hermanos cuyos sueños viven y beben en la sangre de la familia como si de la saga de los Atridas se tratase.

El hermano –cándido, insistente, adulto y niño, carente y cruel– y la hermana –ausente y terrenal, transida por la muerte y necesitada de vida, madre de plantas y niños muertos, superviviente en busca de la vida para dejar atrás la muerte– desglosan el álbum de sus vidas hasta hacerlo pedazos… La obra me recordó, de lejos, al montaje de 'Pedazos rotos de algo', de Benito Escobar Vila, que Vicente León puso en escena hace trece años para el Ciclo Autor del Festival Escena Contemporánea. En ella las relaciones familiares entre padres e hijos también reventaban dejando, como en la obra que nos ocupa, retazos de piel esparcidos por la escena.

'La araña del cerebro' es ágil en su desarrollo y hábil en la lectura que el director hace de los personajes, ya que a pesar de la dificultad de un texto que no evita los bucles la acción escénica se muestra variada y rica, sobre todo, en momentos en los que los diálogos son más bien monólogos en los que sería muy fácil caer en un “recitado”, cosa que por cierto no ocurre. Por otro lado, la escenografía diseñada por Yolanda Lee es eficaz y lleva a un mundo sugerente con rapidez, a pesar de que las mamparas que descienden del techo, en un momento dado, no acaban de modificar el espacio –o lograr el efecto deseado– de forma convincente. En lo que respecta a las transiciones son –a veces– algo lentas, lo que hace que el ritmo del montaje en ocasiones peligre. No obstante, ninguna de estas dificultades nos parece grave, ya que da la impresión de que esos detalles se acabarán de pulir en cuanto la obra consiga un buen número de funciones seguidas, lo cual esperamos que suceda pronto. 

El montaje se cierra con un monólogo de la hermana que trasmite la serenidad aparente de quien ha atormentado su corazón durante años para alcanzar el desahogo y el descanso. Tras un episodio brutal con su hermano canta una nana que estremece más por el dolor que presagia que por su dulzura. La actriz Rosa Puga Davila va más allá del buen hacer de sus compañeros, ya que nos lleva al interior del cerebro de su personaje para padecer con él y vivir en él. De esta manera nos permite atisbar el reflejo de la tela de araña que cada uno de nosotros puede tener en su cabeza consiguiendo así lo que tantos actores desean: emprender un vuelo que vaya más allá del significado aparente de las cosas. Es como si un personaje de Beckett hubiese salido unos instantes de su montón de mierda para cantarle a la vida.

MARCOS GARCÍA BARRERO

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