CRÍTICA DE CINE
'El hijo de Saúl' (László Nemes. Hungría, 2015. 107 minutos)
El espíritu de Béla Tarr es una constante en la planificación de la película de László Nemes. El hecho de haber sido su ayudante le ha dotado del aplomo necesario para enfrentarse a una historia de tal envergadura y para ser consciente de que la economicidad de planos puede ser un aliado en el empaque final. El estilo de Nemes ya puede observarse en su cortometraje –casi un ensayo fílmico de ficción– 'With a Little Patience' (2007). El personaje se convierte en el objetivo para así captar todo aquello que le rodea.
'El hijo de Saúl' comienza con el desenfoque y la espera. Una vez Saúl ha entrado en plano, todo será visto desde su perspectiva, aunque no desde su punto de vista. La base del guion son unos diarios escritos por miembros del 'sonderkommando' de Auschwitz-Birkenau. Focalizarlo todo desde la proximidad de un 'sonderkommando' puede generar algunas dudas sobre lo que supuso estar en un campo de concentración. La película mantiene una tesis concentrada sin aludir a nada más que lo que la cámara filma –siempre en 35mm–. Exige al espectador, por lo tanto, que sea consciente de ciertas rutinas que existían en los campos de exterminio. No pierde ni un fotograma en intentar dar pistas acerca del día a día y la vida de los prisioneros. Nemes aprovecha el conocimiento y la cultura general sobre Auschwitz, pero esto provoca que la película termine asfixiada en su propio engranaje selectivo.
Escribió Primo Levi que “haber concebido y organizado las escuadras especiales fue el delito más demoniaco del nacionalsocialismo”. Manipular la vida de sus semejantes y conducirlos a la muerte es algo tremendamente cruel por esa deshumanización que conlleva el hecho en sí mismo. El secreto, la privacidad, la diferencia, el odio, la subsistencia, la falta de apego y el anhelo de una posible salida son los elementos que se instalan en cada individuo. La mentira es la aliada que acompaña a los personajes que rodean a Saúl. Él mismo miente, aunque en realidad importa poco si lo hace o no. El asistir a la “resurrección” de un joven que sobrevive a las fatídicas duchas le obliga a tomar la determinación de luchar por poder ofrecer un entierro cómo es debido a quien renació. Morir dos veces es algo demasiado desalmado para cualquiera. No importa vivir en esa muerte constante. Desde ese momento, Saúl, ya no actúa como un hombre que solo busca sobrevivir un día más. Su objetivo ahora es otro. Ha encontrado ese punto imprescindible para recordarse a sí mismo que vuelve a ser humano. Necesita lograr ese descanso para el muerto. Esta necesidad se convierte en su leitmotiv para jugarse incluso su supervivencia. Ahora miente por un objetivo superior. No le importa lo más mínimo poner en peligro a todo aquel que le rodea. Tras ser incapaz de argumentar los motivos para dicho entierro, busca la compresión en las razones de la sangre. Piensa que, si consigue hacer creer que se trata de su hijo, todo será más sencillo y, de ese modo, encontrará la empatía de aquellos que en principio le ponen trabas. Tiene un por qué para luchar que está por encima de la finalidad de su equipo, que no es otra que ganar tiempo.

La desesperanza es la que marca el ritmo de la sublevación de los 'sonderkommando'. Ser testigos de la muerte, ser conscientes de la desaparición, su silencio, su deseo por vivir. Implacables son los instantes en los que un miembro del 'sonderkommando' retrata −escondido en una cámara de gas− la incineración de las víctimas al aire libre. De nuevo es el libro de Didi-Huberman del que se sirven para reflejar con claridad todo el proceso y la valentía que supuso realizar la instantánea. Respetar con rigor el legado fotográfico es un elemento sobresaliente en el planteamiento fílmico. El intento de rebelión no deja de ser un acto en el que la entelequia es el armazón que lo sostiene. El ritmo de la película es un tanto vertiginoso en cuanto a acción se refiere. El movimiento es continuo y el agotamiento parece no tener un calado real. Cada misión debe cumplirse de forma inmediata. Es necesario avanzar para subsistir, sin detenerse a pensar en el horror.
'El hijo de Saúl' se estanca en una duración elevada. Su apuesta no deja de resultar reiterativa en demasiados momentos. La concreción de su visión limita su propio objetivo. Si bien está siendo respaldada en festivales, se echa de menos más arrojo en su historia. Pese al planteamiento de brutalidad que lleva consigo, la historia está por debajo −en cuanto a novedad y a violencia en el campo−que la obra de Odette Elina, 'Sin flores ni coronas' (2009). Los aspectos concretos que describe la autora francesa poseen un calado más profundo y original frente a lo planteado por Nemes, que parece refugiarse en una efectividad festivalera, algo que evidentemente, es muy respetable para una película, pero el riesgo fílmico termina viéndose condicionado.
La desesperación se instala en un trabajo actoral delicado y concreto. No existe una especulación lacrimógena en sus acciones. El pulso mantenido con la tensión de cada acción se mantiene la mayor parte del metraje. Géza Röhrig dota a Saúl de una nobleza que no resulta descabellada. Se filma su espalda y no hay diálogos demasiado largos. Se filma como un guía en las puertas del infierno. La fotografía de Mátyás Erdély es efectiva en el peregrinaje hacia la desesperanza. Los movimientos de cámara son absorbentes y llegan a incomodar. Es osado el filmar para no ver, sino sugerir. Los encuadres controlados se funden con un sonido −en ocasiones demoledor– y así batallar y deambular en ese campo destemplado y agonizante.
'El hijo de Saúl' sabe jugar sus cartas e instalarse en un lugar destacado dentro de la ficción del género. Como es natural no tiene el empaque de lo realizado por Claude Lanzmann hasta la fecha, pero sí ofrece elementos que deben tenerse en cuenta, aunque exista cierto artificio que le reste fuerza.
IVÁN CERDÁN BERMÚDEZ
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