'LA VENGANZA DE UNA MUJER'. Melancolía ensangrentada



CRÍTICA DE CINE

'La venganza de una mujer' (Rita Azevedo. Portugal, 2012. 100 minutos)

La película de Rita Azevedo Gomes llega con cuatro años de retraso a España. Este hecho es un tanto inexplicable y, al mismo tiempo y por el contrario, clarifica por qué no ha llegado antes. Apostar por un cine tan diferente y original parece una osadía en toda regla y los distribuidores, como viene viendo costumbre, agachan la cabeza. ‘La venganza de una mujer’ es una película extraordinaria. El mero hecho de atreverse a adaptar el relato escrito por Jules Barbey D´Aurenvilly −que se incluía en ‘Las diabólicas’ (1874)− es ya una apuesta perspicaz y diferente. El propio autor en las primeras páginas de la historia ya es capaz de realizar una disección moderna de lo que es una teoría sobre la creación de una novela y sus diferentes tramas. La diferencia es que D´Aurenvilly vivió en el siglo XIX, pero su planteamiento es tan actual que llama poderosamente la atención. 

La directora realiza una película que tiene claros referentes y no los esconde. La interrelación que puede existir entre cine y teatro toma otra dimensión en este juego visual de luces, coros, sombras y asfixias. Tanto el espíritu de ‘Enrique V’ (1944) de Laurence Olivier, como ‘Amor de perdición’ (1979) de Manoel de Oliveira son dos títulos que están muy presentes en la concepción de la película. Este arrojo pone las cartas sobre el tapete sin esconder unas pretensiones estéticas que en el cine actual ya son de por sí novedosas, con una puesta en escena más próxima a ‘Gritos y Susurros’ (1972) de Ingmar Bergman que a ‘Vania en la calle 42’ (1994) de Louis Malle. 

El color rojo es el verdadero protagonista que consume a esa mujer española en sus recuerdos, su dolor, su venganza y su odio. Ese rojo que por momentos parece trasladar al espectador al interior de un cuadro de la pintora Leonor Fini. Ese rojo como reflejo del interior de un alma destrozada, ultrajada y sin posibilidad de recuperación. La maraña de mentiras, engaños, lesiones, crimen y tortura va alcanzando cada vez un calado mayor. No existe nostalgia, reina la furia y la desesperación más irracional e iracunda que pueda tener lugar en las entrañas masacradas de una mujer ahogada en aquellas imágenes de un pasado muy presente.

No se ofrece sentimentalismo, el hastío vital es el motor que guía la historia. La existencia de un coro o narrador, como ya hiciese Kenneth Branagh en su ‘Enrique V’, se emplea como ese apuntador que ayuda a situar diferentes acciones. No se disimula su apuesta por el engaño, porque el cine es trampa y la directora no juega al despiste. Personajes que leen el guion, lo arrugan, usan gafas o ropaje actual o traje de época. La relación entre ficción-realidad/pasado-presente es lo que consigue que el relato fílmico sea tan original como agresivo. El hecho de ser tan claro el principio hace que el espectador, una vez superado ese pacto de ficción que propone Azevedo Gomes, se integre en esa red de ultrajes y venganzas.

El modernismo portugués es el que ha dado cabida a la propuesta. Mário de Sá-Carneiro parece ser el guía emotivo de unas emociones envueltas en amor, tragedia y dolor. El espíritu de novelas como ‘Locura’ o ‘Incesto’ se ha instalado en ese ritual de amargura que posee el personaje protagonista. Todo se inicia con la figura de Roberto, dandi que huye de un concierto para refugiarse en un bar con un amigo y hablar de viajes, anhelos y mujeres. El vino ayuda a dar salida a esa conversación iniciada por un seductor sin miedo a los encuentros furtivos. Por allí aparece una enigmática mujer española que le atrae hacia su habitación. La transacción está realizada. Las monedas en el cuenco, y los besos y las caricias ya en la intimidad. Ese instante es el que despierta viejos fantasmas que llegan para quedarse. La empatía que surge en el dandi sirve para verle en una dimensión diferente. Ahora ya no es el conversador, el seductor; ahora escucha. La película cambia su protagonista para quedarse con esta mujer que habla con naturalidad sobre quién fue ella y el desgarro que la acompaña en su peregrinaje vital.

La dirección de Rita Azevedo Gomes es impecable e implacable. No deja que las trampas visuales o la gazmoñería se instalen en una aventura emocional en la que el exceso y la falta de verosimilitud podrían tener cabida, pero en ningún momento se afincan en la apuesta fílmica. Es muy posible que este efecto tenga su base en el descaro de ofrecer unos decorados que no se disimulan desde los primeros compases. La apuesta por el plano secuencia es un acierto en toda regla. Nuevamente, el homenaje a Oliveira o a Bergman tiene una base muy sólida en la narración visual. Su confianza en el texto es firme. No conviene olvidar que tardó 15 años en poner en pie un proyecto tan arriesgado, de ahí que no se perciba ningún paso titubeante. La catástrofe como objetivo, envuelta en un nombre: la muerte. Es ella quien inicia todo y la que guía la venganza que se enuncia en el título. La escena salvaje de la muerte del amante –no fáctico, sino mental– y el modo en el que se le arranca el corazón es un acto impactante que puede llevar al espectador a sonreír por incomodidad –hecho que difiere de la asfixia que se produce en el relato original–. Esa tortura inolvidable, ese amor muerto y devorado son los que se instalan es esta mujer que abraza la agonía como compañera vital. La habilidad de la directora es muy notable. Consigue integrar los flashbacks en la acción directa. No hay trucos, muestra la acción por medio de una iluminación diferente en una estancia contigua. Formalmente, es la belleza visual la que prima en toda la película. El hecho de emplear esos planos largos es una decisión muy lograda. Permite que la angustia se centre en la palabra y no se eche de menos nada más. Pese a esa apariencia de contar con muchos personajes, la película no deja de ser un monólogo filmado de un modo original y rugiente.

Para dar vida a este monólogo ha contado con una actriz de combustión y entrega total como es Rita Durão. Su emotividad nunca cae en una sobreactuación que, si bien podría ser parte de la propuesta, no es una de sus armas. Su intensidad siempre va modulada y guiada por una mirada focalizada en ese pasado abrasador que asfixia su existencia. Seguir viva para poder actuar ante sus clientes. Seguir con vida para alimentar ese daño que jamás obtendrá consuelo. Alma en pena, fugitiva de su destino. Todos los excesos iniciales en lo que a gestualización se refiere pasan a un estatismo necesario a medida que la película avanza. La directora cede los poderes a una actriz que sabe ganarse a la cámara y desprender toda su seducción para que su historia tenga calado en ese personaje mitad Don Juan, mitad humano, que es Roberto. Ese libertino es interpretado por Fernando Rodrigues, que posee el talento de la escucha. Su mirada, incluso su actitud dominante inicial, evoluciona hacia una empatía y un silencio impensable en los primeros compases del filme.

La dirección de fotografía a cargo de Acácio de Almeida  es brillante. En su propuesta hay ecos de Sven Nykvist y de Vittorio Storaro, fundamentalmente en ‘Goya en Burdeos’ (1999). Muy bien elegidas las piezas musicales que se integran en el ritmo de un montaje tan valiente como eficaz, lo mismo que la brillante dirección artística. ‘La venganza de una mujer’ trata sobre vida, sangre, seducción, traición y emoción. Una película que se aproxima a una obra pictórica con una directora deslumbrante.

IVÁN CERDÁN BERMÚDEZ

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