'LOLO'. Edipo al cubo



CRÍTICA DE CINE

'Lolo' (Julie Delpy. Francia, 2016. 99 minutos)

Del sonrojo al respeto hay una distancia decisiva en la comedia. ‘Lolo’ se agarra, muerde y defiende a codazos un puesto digno dentro del género. Hay que admitir que las comedias francesas, al menos las que llegan a cartelera española, se mantienen a un nivel medio más que aceptable. Es rara la ocasión en la que llevan al sonrojo, recurren al chascarrillo o precisan del lado caricaturesco y gritón de los intérpretes de turno. Ese toque de distinción salva incluso a aquellos productos que tienen un esqueleto ya tan roído y probado como el que ofrece lo nuevo de Julie Delpy, una versión hiperbólica del complejo de Edipo, radiografía exagerada de uno de los males en las relaciones paternofiliales contemporáneas, el ‘peterpanismo’ no diagnosticado. 

Ya son seis películas a la dirección de Delpy. Es el suyo un cine ligado a su madurez y al paso del tiempo, sincero dentro de una sofisticación que quizá le lleve a alejarse de un público medio. En ‘Lolo’ dobla y encabeza el reparto, como madre soltera rehén de un hijo ególatra y dominante. Un artista, no podía dedicarse a otra profesión. Delpy se ríe con esos prejuicios que dan forma al gremio y al mismo tiempo hace chanzas de sí misma, físico incluido, y de un mundo, el de la moda y famoseo, que ella bien conoce. Sin ser nada original, el cameo en ese sentido de Karl Lagerfeld es de lo mejor del filme. Hay también en ‘Lolo’ un demasiado explícito enfrentamiento entre los dos polos opuestos que simbolizan París y el resto de Francia. Dos arquetipos representados por la pareja protagonista y en el centro de balanza el terrorista doméstico que interpreta Vicent Lacoste. Es un actor a seguir, como ya se viera al frente de ‘Hipocrates’, y que en ‘Lolo’ hace propio un papel que podía haber caído en el cliché y que con su trabajo lo evita. 

Sin llegar a ningún extremo ni en lo positivo ni negativo, ‘Lolo’ se define como una opción decente de diversión estival. Hay interpretaciones medidas, un París que luce como solo sabe hacerlo en pantalla y una historia que si bien apenas tiene teclas y sonidos sorprendentes, se exprime para llegar a dejar un regusto ni demasiado dulce ni tampoco amargo. 

RAFAEL GONZÁLEZ 

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