© Pedro Chamizo
'Escuadra hacia la muerte'
Autor: Alfonso Sastre
Adaptación y dirección: Paco Azorín
Teatro María Guerrero (Madrid)
Hay que celebrar de inicio que el teatro público vuelva a fijarse en Alfonso Sastre, tantas veces y tanto tiempo ignorado. Llega hasta tal punto su arrinconamiento de los foros oficiales que ni siquiera es mínimamente criticable que se recurra a una de sus obras más conocidas, ‘Escuadra hacia la muerte’, y no se haga, como sería más deseable, con alguna de las muchas que siguen acumulando polvo a la espera de que alguien las recupere. Es cierto que es un teatro el de Sastre exigente. No son montajes que lo pongan fácil, pero por medios no será en el caso de la escena pública. De hecho, el CDN exhibe en esta versión un potencial logístico de primer nivel. Luce y mucho la obra en la faceta escenográfica, de vestuario e iluminación. El punto clave era equilibrar esta pirotecnia visual con la propuesta escénica, armonizar historia y componentes técnicos, hallar la esencia de un texto tan poderoso como el escrito por el dramaturgo vasco cuando contaba solo con 27 años. Es ahí donde tropieza este montaje, en esa indefinición que está a punto de llevarle a la desconexión, y si no lo hace es porque se aferra a los lazos más existencialistas y oscuros de la historia planteada, indiferente a lo que le rodea.
Sastre ubicó su texto hace ya más de medio siglo en una Tercera Guerra Mundial. Paco Azorín juega con esa idea de futuro y busca el conflicto unos años más adelante del momento actual. Los soldados ya no están en una cabaña, sino que se refugian en un búnker desprovisto de referencias. Se presume un cataclismo nuclear por esas máscaras de gas que portan, pero el hecho de que sean antiguas, algo que un neófito no tendrá demasiadas dificultades en comprobar, supone ya un primer choque. Poco sentido escénico se le da también a la zona de desinfección que se coloca encima del búnker, aparte del hecho de servir como pantalla para proyectar alguna escena aislada del exterior. La postal del conjunto es fría, casi gélida, en contraposición a aquella hoguera que peleaba con la oscuridad en el interior de la cabaña. Esa frialdad ya determina un distanciamiento de inicio, con ese búnker inquebrantable como estructura de la que tanto partido se ha sacado recientemente en el celuloide, con trabajos como ‘Cloverfield 10’ o ‘The divide’. Es notorio ese punto cinematográfico imposible de desdeñar cuando se toca un texto como el de Sastre.
La adaptación realizada por Azorín es ágil. Queda lo básico y se siente nítido el espíritu del original, a pesar de esa maniobra de cierre luminosa que busca dejar sello propio. Rápidamente afloran las características de cada uno de los seis soldados, sin ningún momento forzado. El sinsentido de la guerra, los jóvenes enviados a una muerte segura, la férrea cadena de mando. Azorín lleva este discurso a otra de las decisiones discutibles de esta puesta en escena, al encadenar lo que sucede a la voz de Bertolt Brecht. El contexto en el que escribió el alemán fue otro, con lo cual escuchar sus palabras a modo de continuos insertos genera una extraña sensación: una atmósfera casi onírica enclavada en el futuro, los poemas brechtianos y un texto de 1953 al que apenas se ha revisado según estos principios.
El montaje se queda así en un lugar indeterminado, sin poner el foco sobre un punto de vista determinado, una idea fija, agarrado al potencial del vozarrón que sale de la obra original. La labor actoral es coordinada, sin altibajos a anotar. Fija cada actor la cara amarga de su soldado, aunque quizá le falte un punto malévolo al cabo Goban de Julián Villagrán, incluso un pequeño anclaje al ser humano que debió ser. Con una obra tan coral y en la que la palabra suena fuerte, se corría el riesgo de pasar por momentos de bajón, pero la duración es acorde y la puesta en escena sabe mantener la tensión, solo rota por esos monólogos a Brecht demasiado recurrentes. Hay también otras decisiones que dejan frío, como esos instrumentos musicales en vivo que son difícilmente justificables más allá de lo que aporten estéticamente. Distraen, en suma, a lo que verdaderamente estaba en juego, ese mordaz alegato antibelicista, ese perverso veneno que va entrando en las venas de cada personaje y los va dinamitando, más fantasmas que seres humanos.
De esta forma, el salto al teatro público en este 2016 de ‘Escuadra hacia la muerte’ deja un sabor más agrio que dulce. La atmósfera es envolvente y todo lo visual demuestra ambición, no correspondida en lo puramente escénico, dejando lo sucedido en ese búnker en tierra yerma, aquejado el conjunto de una indeterminación que, sin que afecte a su desarrollo, sí que deja una sensación de cierta decepción. Hay que quedarse con la oportunidad de volver a ver a Sastre cogiendo las armas y esperar que no se quede en un hecho aislado.
RAFAEL GONZÁLEZ
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