'IN MEMORIAM. LA QUINTA DEL BIBERÓN'. Estatuas en las trincheras


Ros Ribas

CRÍTICA DE TEATRO

'In memoriam. La quinta del biberón'
Autor y dirección: Lluís Pasqual
Coproducción Teatre Lliure y Temporada Alta
Teatro María Guerrero (Madrid)

'In memoriam. La quinta del biberón' trata de rendir homenaje a todos aquellos adolescentes que con apenas diecisiete o dieciocho años fueron llamados a filas por el Ejército de la República en 1938 tras el derrumbe del frente de Aragón, puesto que fue tal el desplome que ya no había casi adultos para completar las bajas.

Homenaje justo y necesario, puesto que estas levas fueron llevadas a la Batalla del Ebro, una de las más cruentas y crueles de la Guerra Civil, y los que sobrevivieron sufrieron exilio o represión al finalizar la guerra.

El problema es qué haces con el homenaje, cómo lo tratas. Decía el protagonista de la obra 'Ragazzo', vista recientemente en el Teatro del Barrio, que no quería que le convirtiesen en una estatua, en un busto como homenaje, que eso sería acabar con la vida que fue. Y es en esa trampa en la que cae esta obra. Vuelve a sus protagonistas de piedra, los fosiliza, los uniforma y les niega en el escenario la vida que pudieron tener.

Lluís Pasqual intercala a los protagonistas, una serie de chicos recién llamados a filas de dos formas: en las trincheras, juntos, jugando, discutiendo, en una parte más teatral. Y otra, casi metatreatal, dónde se dirigen al público.

En esa parte de las trincheras donde parecen tener más libertad y se vislumbra a esos jóvenes, con sus miedos, sus bromas, sus personalidades. Aquí la obra funciona, con unos diálogos con mucho ritmo. Refleja la cotidianidad de su vida en las trincheras con sus miserias y sus momentos divertidos.

Sin embargo, cuando los saca de ahí, todos los personajes reaccionan igual, son reducidos al lamento, todos lloran y la guerra les cambia del mismo modo. Aquí el montaje se hace repetitivo, tedioso y poco creíble, más cuando apela continuamente a la empatía del espectador, a su lágrima. Sensación que se acrecienta con el espacio sonoro, unos músicos en directo no muy bien justificados salvo por su buen hacer.

Tampoco ayudan los numerosos cortes realizados por las proyecciones y una voz en off que intentan recrear y explicar la situación de la época (hay que preguntarse si la última proyección que coloca a Franco y a Negrín en el mismo plano es un error o una decisión meditada). Quizá no sea necesaria tanta explicación y tanta aclaración en lo que es, ya de por sí, un texto que abusa de lo narrativo.

Hay que destacar el uso de la escenografía, sencilla, apenas unos bancos grandes que sirven para formar trincheras o una taberna.

Un homenaje fallido, pensado como un formalismo institucional, que busca emocionar al espectador por la vía fácil (lo de pedir un minuto de silencio en un teatro en silencio, daría para un tratado de sociocrítica) y que deja escapar la potencialidad vislumbrada en algunos momentos. 

BENJAMÍN JIMÉNEZ DE LA HOZ

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