CRÍTICA DE TEATRO
'Iphigenia en Vallecas'
Autoría: María Hervás, adaptación sobre original de Gary Owen
Dirección: Antonio C. Guijosa
Teatro Kamikaze (Madrid)
Pocas obras escénicas que hayan acaparado tantas alabanzas en tiempos recientes como ‘Iphigenia en Vallecas’, tanto en sectores refinados como aquellos que plantean menos exigencias. Hay unanimidad en los elogios a María Hervás, sin espacio al titubeo en este aspecto. La actriz, generosa en el esfuerzo, levanta un largo monólogo a varias voces en el que no hay espacio para la tregua física ni la moral. El trabajo es extenuante y se atisba la credibilidad en su interpretación, en las vertientes más oscuras como en las tiernas. No hay altibajos y es sin duda por ese lado donde está el baluarte del montaje. La dirección así lo ha entendido, revistiendo a la puesta en escena de leves apuntes que apenas se dejan notar.
Es el personaje de María Hervás el que conduce la obra, la emoción y el mensaje, es ella misma quien adaptó el texto sobre el original y tal labor se hace perceptible. La decisión de llevar del galés Splott, al sur de Cardiff, a Vallecas, sureste de Madrid, se hace por esa necesidad de empatizar al máximo con el público, aunque quizá esta elección se ajuste más a especificidades del pasado incrustadas en el sentir colectivo que al presente y no se diga ya futuro. Ifi es residente en un Vallecas más ochentero que actual, heredera de personajes como los ideados por Eloy de la Iglesia. Es una desheredada de lengua viperina y modales desatados. Repite aquello de que es la típica ante la cual se cruzaría la calle para evitarla. Con su fondo de ternura, sus vivencias tendrían la trascendencia de la radiografía de una mujer joven en problemas si no fuera por el sentido ético y el mensaje, casi grito, que se ha imprimido a la historia en su tramo final. Todo se supedita a un giro de última hora que lleva de esa cotidianidad a una especie de heroísmo anónimo. Es en esa decisión cuando el montaje duda y a punto está de hacerse trizas. Arriesga todo a una conversación-chantaje que se antoja como justificación un tanto débil, al menos tal y como se plantea en escena, para la decisión del calibre que toma la protagonista. Iphigenia entonces rompe la cuarta pared, mira al público y le arroja unas cuantas verdades incómodas a la cara. Trabajo bien hecho, aunque con la duda de si ese requiebro ha llegado a cuajar.
Ese desenlace, por lo demás, genera un efecto de rareza al plantearse en un escenario como el Teatro Kamikaze. Asistir a esa diatriba furiosa que encuentra paralelismo en la lucha de clases es un contrapunto ciertamente chocante con otro discurso que se escucha justo antes de empezar la obra, una especie de cuña publicitaria a cargo de uno de los responsables del recinto incitando al espectador a consumir más teatro, el suyo. Son dos discursos opuestos y que, a fin de cuentas, encuentran una especie de conexión en su absoluta divergencia. Que cada cual haga caso al que más le interese.
RAFAEL GONZÁLEZ
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