'CAMILLE'. Memoria de una fotoperiodista




CRÍTICA DE CINE

'Camille' (Boris Lojkine. Francia, 2019. 92 minutos)

Camille Lepage murió con 26 años justo cuando empezaba una prometedora carrera como fotoperiodista. Encontró la muerte como Miguel Gil en Sierra Leona el año 2000, en una emboscada mientras transitaba un camino pedregoso, en mitad de uno de esos conflictos olvidados de los que casi no llegan noticias. “Pasan cosas terribles de las que nadie habla”, decía la joven francesa en referencia a la República Centroafricana, un país controlado en gran parte por grupos armados, devastado por guerras internas y que ocupa con regularidad el último puesto de la clasificación mundial del Índice de Desarrollo Humano. Su historia personal, la del país que le cautivó y la de una profesión extrema, forman el caparazón del segundo largometraje de Boris Lojkine, autor de la muy estimable y a recuperar ‘Hope’, y que con ‘Camille’ vuelve a acertar tanto en tono como en puesta en escena para pasar así a engrosar el listado de cineastas que llevan con rigor al celuloide su pasión por temas africanos.

La historia de Camille Lepage es, como la de Lojkine, la de un amor irrefrenable por África, “más que un continente, un estado mental”, como escribió Javier Reverte. El personaje transita desde el idealismo mochilero de sus inicios a la madurez vital y profesional, un estado de conciencia en el que parecía haber descubierto un equilibrio entre su estatus y necesidades. Lepage encontró en República Centroafricana las respuestas que buscaba para encajar su lugar en el mundo. La francesa quería estar allí –rechazó cubrir el conflicto de Ucrania cuando empezó a adquirir reconocimiento- y cerca de las personas, aunque eso le valiera mucha incomprensión de esa otra vida que quedaba atrás, como refleja la tensa escena de la comida familiar con ese discurso de su hermano, con alguna copa de más, entre risas y de tanta violencia contenida.

‘Camille’ tiene la tersura del documental en las imágenes y el trasfondo del drama en el interior. Lojkine tensiona adecuadamente ambos aspectos, son los universitarios centroafricanos los que llevan en su singularidad la voz y el relato de lo que sucede en su país. A través de los ojos de una excepcional Nina Meurisse, Camille ejerce su autoridad con el visor de la cámara y no hay atisbos del forzado maniqueísmo que se adjunta a tantos largometrajes de este género. A pesar de la experiencia que ya acumula, en la fotoperiodista no se percibe rastro de ese cinismo tan particular que gusta de exhibir en el retrato de los corresponsales de guerra, sea en parte real o con sus dosis de pose. Se trata de un mundo testosterónico en el que una mujer debe hacerse valer doblemente, y películas como esta o la reciente y más aparatosa ‘La corresponsal’ sirven para ofrecer nuevas perspectivas y peligros adyacentes a la cuestión antes no valorados.

El toque político asoma con cautela. De forma superficial se introducen pinceladas que señalan el oscuro papel de Francia en la República Centroafricana, país siempre en el visor de Occidente por sus ingentes reservas de uranio y marfil. Para la historia, por ejemplo, quedó lo sucedido con Jean-Bédel Bokassa, aquel que se proclamara emperador, aupado al poder por Francia y derrocado años más tarde en un asalto al palacio presidencial ejecutado por tropas de este mismo país en uno de esos surrealistas episodios del colonialismo más descarnado.

El guion evita posicionamientos, elaborar juicios que no le corresponden ni busca un protagonismo no deseable a la hora de responder a tantas cuestiones que quedan en el aire. Quizá sobresalga en ese sentido el discurso que ofrece una anciana centroafricana, familiar de uno de los protagonistas y habitante de una de esas aldeas que sobreviven sin agua potable ni electricidad. Al ser preguntada por Camille por la guerra que se dirime en los alrededores, responde que se trata de “hombres que pelean, y al final, las perjudicadas somos las mujeres”. Otra vez un entorno masculinizado. El amargo desenlace, anunciado desde la escena inicial, lo demuestra. No hay más conclusiones palpables a extraer más allá de ese dejar testimonio de qué movió a una joven como Camille a introducirse en un contexto como el de República Centroafricana, conformando el retrato de esa ejemplar resistencia individual a aceptar la vulgaridad del mundo, aunque pueda tener consecuencias no deseadas.

RAFAEL GONZÁLEZ TEJEL

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