Crítica literaria
'Obras completas'
Autor: José Jiménez Lozano
Editorial: Fundación Jorge Guillén
Páginas: 1280
Año: 2024
Eurydicen vox ipsa et frigida lingua
“ah miseram Eurydicen!” anima fugiente vocabat:
“Eurydicen” toto referebant flumine ripae.
La misma voz y la lengua fría de Eurídice.
"¡Ah, pobre Eurídice!" el alma que huía gritó:
"Eurídice" se referían a toda la orilla del río.
P. VERGILI MARONIS, GEORGICA, LIB. IV, 525 – 527.
«Escribir o no escribir está en función, en este caso, de lo que uno ve y oye en sus adentros; si no se ve ni se oye, hay que esperar y dejar de escribir. (…) En el ensayo, quien escribe es quien manda, pero no en la narración, ni en la poesía». Estas palabras pueden leerse en Una estancia holandesa: conversación, del puño y letra de Gurutze Galparsoro y José Jiménez Lozano —autor de cuya voz poética transcurrirá esta crítica—. Tal y como expresa el autor, éste escribe poesía, pero no manda en ella y esto último se ve reflejado a lo largo de todas sus obras poéticas: en lugar de ver forzados sus versos, prefiere dejarse llevar por ellos y que éstos transcurran con fluidez al papel. Sin embargo, no quiere decir que su esencia no esté presente: a lo largo de estos poemas se pueden encontrar varias referencias al «yo» y algunas, quizá, puedan ser biográficas.
El tiempo de Eurídice (1996) es un ejemplo, entre otros, de los libros que acogen estas pequeñas muestras de «yo» transparente y se puede ver perfectamente en el poema “Paseo bajo la niebla”: «Yo, antes, me escondía entre los cendales, / las puntillas, difuminadas celosías de la niebla, / y me encontraba / melancólico, terco, desvaído / como un retrato antiguo, / y a veces me apoyaba en la memoria / de muertos tan queridos. / (…) Sólo cuando la niebla me envuelve con su frío, / se regocijan: yo ya tengo segura mi mortaja, / ¿y no existo? (…)». Este poema perteneciente a Las hojas del evónimo —primera de las ocho partes de las que se compone el libro—, hace uso de las preguntas retóricas para cuestionarse la existencia de las cosas, incluso de la propia voz poética. «¿Existe el mundo, o solamente existe / la temerosa cautela del gorrión? / ¿Por qué ya no me admiten en su tribu?» son preguntas que hacen reflexionar también acerca de la simbología que emplea Jiménez Lozano a lo largo de su obra. Algunos símbolos son perfectamente claros y otros es difícil desentrañarlos. El temor y la precaución son dos palabras abstractas que parecen ir de la mano bajo el símbolo del gorrión: siendo un ave social que vive en grupos y prefiere posarse en estructuras en las que se sienta protegido, es normal que si no hay nada —como la inexistencia que se cuestiona la voz poética— o todo está cubierto de niebla y apenas se ve nada, el gorrión tenga miedo. Quizá es esto mismo lo que quiere expresar el autor en este “Paseo bajo la niebla”, el miedo a sentirse desprotegido en consonancia al temor por saberse un pecador: «Desconfían simplemente, saben, / conocen mi miserable aliento, / quizás mis libros, tantas / devastaciones de mi alma, / y tienen miedo». La palabra «devastaciones» da ese matiz que, tal vez, hace pensar en las imágenes que nos dan la destrucción y las ruinas. Los últimos versos del poema realzan esta interpretación: «Tienen razón en su discurso, / y así seré juzgado el día de la ira».
Las hojas del evónimo comienza con la “Primavera”, mes de las flores y la pasión —en el sentido más religioso de la palabra—; en este poema se pueden encontrar tres bifurcaciones en el camino: las costumbres ganaderas en el ámbito rural, la crucifixión de Cristo y la manifestación del amor carnal. ¿Cómo es posible descubrir estas tres sendas en solo dieciocho versos? El sacrificio del cordero durante la luna nueva era una señal para llevar al rebaño a pastos nuevos. Aun siendo una costumbre antigua dentro del mundo de la ganadería, las palabras «cordero», «rebaño», «sacrificar» siguen teniendo matices cuyos significados conducen una voz poética religiosa. «Pero la sangre es roja / y, al alzarse la luna nuevamente, / crucificaron luego a un hombre: / abril, el viento largo, la tardía / helada, y desolación nos punzan. / Mas se lavan las manchas, / y la luna ilumina los amores / lascivos (…) No recordamos nada, solo esos enlaces / del cuerpo, y humedad de hierba, / ardiente el sol, los senos, y los ojos». Estos versos marcan una clara antítesis en la que se ve que la sangre derramada es la misma que lava las manchas —los pecados— y, a su vez, la figura de la luna, que antes había sido señal de la muerte, torna en signo o testigo del amor carnal. Pese a toda la religiosidad latente en cada verso, no deja de estar presente —y de forma muy sutil— el erotismo, matizado en palabras como «humedad», «ardiente» y «senos». “Primavera” termina con un léxico que reconduce a lo que se decía con anterioridad al comienzo de este texto: el hecho de poder escribir va unido a lo que uno ve y oye en sus adentros; los ojos son una parte vital del cuerpo humano —y divino— ya que encierran el sentido de la vista y guardan las puertas del alma.
La figura de la luna, antes mencionada, queda presente en el propio poema “La luna”. Para la voz poética esta luna es testigo —como en el poema anterior— de todo lo que acontece y ella misma adquiere los colores de aquello que presencia: «La luna es roja y grande, / como enferma, / pálida luego, melancólica; (…)». Aun así, queda claro que la luna solo es un mero testigo, son los hombres los que sufren y los que sienten. La luna solo está ahí.
“El petirrojo”, primer poema que abre la segunda parte del libro —'Dulce canto del cuco'—, también es un ejemplo más de la manifestación del «yo». En estos versos, la voz poética es posible que exprese su agradecimiento al sentirse útil: «Mas yo solo recuerdo / haber sido asistido a veces, / de tarde en tarde, por un ángel: / un solitario petirrojo / que quizás tenía hambre / y añoranza, frío, / quizás miedo, / y desde el seto volaba hasta el alféizar / de mi ventana, inquieto, / como si me trajera, clandestino, / su socorro». Es curioso que, como se ha visto en el poema anterior, “El petirrojo” también guarde el símbolo y su significado: es probable que las aves puedan simbolizar, en cierta manera, la figura del ángel, ya que ambos seres poseen alas. Por otra parte, hay otro matiz a considerar y es que, normalmente, el ángel es un enviado de Dios que transmite información o emite mandados. En este caso, el mandado sea socorrer al petirrojo.
Este Dulce canto del cuco, como bien se expresa en el poema bajo el mismo título, «sostiene / las horas más amargas» dejando luego «un rastro de alegría indistinguible, / que no puede seguirle quien no duda». El cuco quizá simbolice un tipo de amor —el imposible— atribuido al nombre de Mábel (que se sigue mencionando a lo largo de las obras de Jiménez Lozano). A través de las enumeraciones, la voz poética acaba expresando que lo último que evoca el canto del cuco son «las lágrimas», la tristeza, las horas amargas. No dejan de ser antitéticas las sinestesias que recogen la unión de ese dulce canto con la amargura del paso del tiempo. Esa tristeza latente en el canto del cuco, se manifiesta en los versos de “Los ojos de los pájaros” —otra vez los ojos—: «Los ojos de los pájaros son breves, / como extensiones de tristeza / cuando la muerte llega, y en tu mano / su cuerpecillo va enfriándose. / Los ojos de los pájaros te asisten / cuando te vigilan como ángeles, / y a veces no te queda otra memoria / que su mirar tan tímido». Pese a la imagen triste que evoca este poema, no se puede evitar notar cierta dulzura en la disposición del léxico empleado.
Si los pájaros, o más bien sus ojos, son la memoria que queda, la niebla y la propia memoria acaban siendo los roedores del alma: «¿Por qué me roes, memoria, / si no tengo ya qué darte?». En el poema “Roedores”, el autor hace uso de sus conocimientos sobre mitología y trae a colación a Leónidas, rey de Esparta: tal vez haga mención a su nombre debido a que fue derrotado en la Batalla de las Termópilas, por ello «hablaba con los ratones / excusándose de no tener ni migas». La voz poética recurre a la petición «roed mi corazón, entonces; / dejadme los recuerdos»: cuando no queda nada, lo más preciado es el recuerdo.
En “La muerte de Viki”, Jiménez Lozano también trae la mitología griega a sus versos cuando expresa «(…) En alguna parte, tu saludo mañanero / tengo que reencontrar. Homero / no te conoció, y por eso / no pudo nombrarte junto a Ulyses, / mas tu húmeda mirada / la llevaré conmigo: / yo también soy mortal». Este poema pone sobre el papel el tema de la muerte, en este caso de un perro, y enlaza tal vez con el mito de Eurídice: ella, quien ha muerto, debe permanecer en el infierno mientras Orfeo sale de él sin mirar atrás, condición que Hades había impuesto si quería recuperarla y salir ambos del infierno; sin embargo, Orfeo no puede evitar volver la vista a atrás y Eurídice queda atrapada para siempre. Lo que para Orfeo es recuperar a su amada, para la voz poética es el reencuentro con el saludo mañanero de su perro. En cierto sentido, la mirada es un símbolo recurrente en la poética de Jiménez Lozano: «escrutadores ojos, / ¿qué pensabas a mis pies / constantemente?».
La hermosura o la belleza son temas que Jiménez Lozano usa poco. No obstante, “La mariposa”, poema que cierra esta segunda parte del libro, a lo mejor deja entrever la fugacidad intrínseca de esa belleza. Aunque para otros autores la mariposa puede simbolizar el cambio o la evolución e incluso el paso del tiempo o la fragilidad, para Jiménez Lozano parece acarrear la ligereza con la que puede abatirse (quizá debido a sus finas alas). Es curioso que el autor recurra a las características o comportamientos de los animales para así convertirlos en propios símbolos con el objetivo de expresar aquello que ve y oye.
Con anterioridad, se ha hecho referencia a la religiosidad latente en los versos de Jiménez Lozano. La tercera parte del libro, Officium tenebrarum, da rienda suelta a esta religiosidad. Sin embargo, va mezclando la religión cristiana con fragmentos de la mitología griega, lo cual acaba creando una voz totalmente penetrante. Todo esto se ve en “La noche fría”, por ejemplo: «Aparta tus ojos de cualquier promesa / de un poco de calor: la hoguera / roja y dorada, y en su entorno risas, / o antiguos libros en que Helena / aparece desnuda y es raptada: / ahí traicionarías. / Es mejor que te abrigues con tu viejo sobretodo / y seas fiel bajo la escarcha: / el gallo canta, y los ojos que amas / te miran entre la niebla de su llanto». Una vez más, los ojos, la niebla, la tristeza matizada en la manifestación del llanto que acude a esos ojos; y con todo, el canto del gallo, símbolo de la traición de Pedro al renegar de Jesús antes de que el gallo cantara tres veces. Jiménez Lozano hace uso de la noche como escenario de traiciones y queda bastante claro en los siguientes versos: «levanta muertos, acuchilla esperanzas, / da vueltas a los cuerpos en el lecho, / mientras los amortaja con las dudas, los celos, los terrores, / la distancia, el olvido».
En contraste con la tercera parte del libro, Compañía de los muertos —cuarta parte— recoge una mayor carga de mitología entre sus versos. Ya se ha mencionado a Eurídice tanto en el título del libro como en la explicación de uno de los poemas. Queda pendiente matizar que Eurídice, aunque es un personaje de la mitología, también puede simbolizar a los fallecidos que se quedan atrás y a los que no se puede volver a mirar. En este aspecto, Jiménez Lozano parece tener muy presente el tema de la muerte y lo que ésta implica y lo transmite a lo largo de su obra.
En el poema “Dionysos” se puede apreciar cierto sarcasmo: la voz poética parece expresar que, pese a la antigüedad de la mitología, ésta se verá en aras de recurrir a la cristiandad. Esto se percibe en los siguientes versos: «Este rostro (…) / es el de un dios antiguo, herido y viejo, / pero poderoso aún. Se enlazan / todavía en su nombre los amantes, / (…) es Dionysos, / y en algunos otoños / se oye su lamento largo, doloroso. / No acaba de morir, y él mismo ruega / la piedad de Cristo agonizante».
“Lelia” es otro poema que trae sobre la mesa el tema de la muerte y la mitología. Jiménez Lozano narra en verso —a la manera épica— el desenlace trágico de dos amantes: mientras se hallan haciendo el amor sobre el césped, Lelia padece la mordedura de un reptil. Parece ser que en el paraje donde aconteció, «cuando el aire es muy limpio, se oye aún el jadeo / del amor en que fue interrumpido, / o quizás un sollozo, pero esto / no arrebata al Hades / a la dulce Lelia. Ni los dioses quieren: / ya jugaron con Eurídice y Orfeo. / Nadie que ame debe confiar en ellos». Los últimos versos dejan a la ambigüedad el papel de otorgar esa falta de confianza a los dioses o a los pobres amantes que quedaron separados a causa de volver la vista a atrás.
Los versos de “La otra orilla” vuelven a hacer alusión a la niebla, a la nada. Tal vez, para la voz poética eso es lo que queda tras la muerte: nada. No se puede mirar a atrás porque lo que hubo corre el riesgo de desvanecerse. De ahí que la memoria, el recuerdo, todo lo que se ha visto y oído deba quedarse escrito.
Jiménez Lozano no solo fusiona la mitología con la religión cristiana, sino que hace alusión, también, a la contemporaneidad en poemas como “Maimónides”. Aquí hace referencia a la política, la economía y, tal vez, el cambio climático; son temas que no se esperan tras un cóctel mitos y Cristo.
“Historias eróticas” deja presente la intencionalidad del autor de escribir aquello que se ve y se oye. Es posible que este poema sea uno de los más eróticos, a la manera explícita, dentro de este libro. Deja claro que la muerte de sus autores (tales como Boccaccio o la reina Margarita) no hace que esas historias caigan en el olvido: «los lechos, las sábanas, perfumes, / la huella de los cuerpos / de los amantes permanecen». Sin embargo, salirse de esas historias y atravesar la realidad sigue inspirando temor a que, al final, no haya nada: «Te da miedo, sin embargo, / probar la realidad: / si los senos tan blancos / o la boca, / los poderosos muslos / perviven o son polvo».
La voz poética también interroga a la “Muchacha antigua” desde dónde le mira: «¿Desde dónde me miras o señalas / tu bastidor, tus senos, el libro, o el poema?». Estos cuatro son restos que la muerte acaba dejando a su paso tras llevarse lo demás, como aquellos ojos que vieron y cuyas vistas deberían quedarse: «¡Oh, muchacha antigua, tan querida, / tus ojos devorados por el polvo!».
Señales de hombre es el título que recibe la quinta parte de El tiempo de Eurídice. Esta parte del libro es, quizá, la que más sentimiento recoge verso a verso. Poemas como “Recuerdo” («Toda mi infancia rota, / todos mis amores esparcidos / como tejuelas en una vasija desechada, / fragmentos de cristal hirientes»), “Una palabra” («Mi corazón amplía esos sonidos, / rezuma sangre, y está hueco»), “Evocación” («El eco de su tañir soporto, / la visión de las lágrimas, los ayes / el ataúd de pino, ennegrecido apenas, / silencio desvalido, / amargo»), “Stanchezza” («¡Tanto cansancio, tanta / melancolía me duele!»), “Desnudo” («Recuerdo solamente aquella revelación entre cortinas, / y el amargo sabor: / almendra, acíbar, y la adelfa, / tan roja y tan mortal, / de solo un beso»); todos estos, entre otros a lo largo de toda esta parte, contienen una gran carga del sentimiento que la voz poética quiere expresar. Todo lo ha visto, lo ha escuchado, lo ha sentido; por lo tanto, es preciso que quede por escrito. Aunque se sigue vislumbrando el «yo» poético, no desaparece el tema mitológico que ha estado latente en la poesía de Jiménez Lozano. “Endecha por un reloj de arena roto” ofrece la clave que se esconde tras la onomástica de esta quinta parte: «Tu derramada arena ya ha soltado / las horas, como la esperanza apresurada / huyó de aquella jarra rota / de Pandora. / Ya no hay ningún tiempo, / ha sido derramado, cual la vida: / los ojos que consolaba la arenilla / no tienen ya un amparo». Estos versos, si bien parecen referirse a un reloj de arena roto del que se derrama la arena que había en el interior, puede hacer alusión también al poder que ejerce el hombre sobre el tiempo que se le ha dado. También se menciona el nombre de Pandora, lo cual hace pensar directamente en el mito. Existen muchas interpretaciones acerca del mito de Prometeo y la caja de Pandora, pero viendo la trayectoria de la poesía de Jiménez Lozano, es probable que la voz poética pretenda dar a entender que la acción impulsiva del hombre lleva consigo una serie de consecuencias aun quedando siempre la esperanza prevaleciendo. Cuando el reloj se rompe, el hombre ya ha sobrepasado el límite del tiempo concedido. A lo largo de varios poemas como “El cántaro”, “El alfarero”, se deja discernir que estos términos simbolizan al propio hombre; teniendo esto en cuenta, «aquella jarra rota» puede simbolizar al hombre —su cuerpo— llegando a su muerte. La arena, el tiempo hacen alusión a la vida ya vivida que se escapa de las manos del hombre, y esos ojos presentes en el poema vuelven a recordar al sentir experimentado, el alma viéndose consolada por esa vida viviéndose. Es posible que, además de este poema, otro titulado “Señal de hombre” dé matices más certeros —pero que no dejan de acercarse a lo dicho anteriormente— en sus tres últimos versos: «Solo la maldad y tal mentira / son señal de hombre, / e infalible». Esa acción impulsiva del hombre, a menudo regida por malos pensamientos, rencores y envidias, parece incluirse en la ‘maldad’ y la ‘mentira’ mencionadas en estos tres últimos versos del poema.
Deus absconditus, Llevan mi nombre y Epigrammata son los títulos de las tres últimas partes de este libro. En latín, «deus absconditus» significa ‘Dios escondido’; se puede llegar a pensar que los poemas que comprenden esta parte puedan ser un grito de auxilio a la pregunta «¿dónde está Dios?». Los versos del poema “¡Tantas cosas!” parecen corroborarlo: «¡Ve el hombre tanta muerte, / tanta vida, tantos / atardeceres rojos!»; sin embargo, pese a la negatividad de algunos términos, no deja de haber léxico con matices positivos que induce a pensar que, aunque parezca que Dios no está, en el fondo se encuentra en «tantas cosas».
«La noche, con su misericordia, / y la llama tan incierta de sus altas candelas, / me otorgan el refrigerio del olvido. / (…) Te amo, y te lo digo a ocultas, / en la noche de desolación del mundo. / Nadie debe saberlo / hasta que mi vida quede destruida en ese fuego, / y sólo sea ceniza. / ¿Te acordarás de mí entonces, Deus absconditus?». Estos versos del poema “Oración” retornan sobre la idea de que Dios juega al escondite —y esta vez de manera recíproca— con la voz poética. La antítesis presente en los términos «olvido» y «acordarás» matizan ese juego, que no deja de ser una permanencia de la fe que se arraiga en el poeta. La idea de que en un futuro Dios seguirá ahí —se acordará— aun cuando ya no haya nada acaba siendo reconfortante. No obstante, en cierto sentido, no deja de ser una crítica al ‘Dios escondido’ frente a las adversidades de la vida: “Arreglo de cuentas” es una clara muestra de ello y lo hace con sarcasmo («”El señor está ausente, no recibe / llamadas, ni contesta” dicen tus ángeles»).
“A las musas”, en Llevan mi nombre, la voz poética deja latente su deseo, aún en la vejez, de seguir sosteniendo la pluma firmemente. Sin embargo, se lamenta de ir cayendo poco a poco en las garras del olvido en “Mis libros” y pide perdón a las obras que llevan su voz y, aun así, «sólo si pierdes tus versos, / los podrás encontrar (…) Y eso será tu gloria».
Bajo el título “Recomienza” y al amparo de la resurrección de Lázaro, el poeta escribe: «Recuerda cuando escribías, ¡cuán iluso! / palabra tras palabra, para captar los ojos, / y su ardor, (…) / sécate, y anda: / recomienza de nuevo, / palabra tras palabra». La voz poética sigue haciendo eco de esa permanencia de fe inamovible —y a veces vacilante— en los versos del poeta.
'Epigrammata', última parte de este libro, se compone tan solo de tres poemas en los que el poeta pone de manifiesto la situación de España. Cuando se piensa en la palabra «epigrama», ésta remite al poeta latino Marco Valerio Marcial cuya obra principal, en latín, se titula igual que esta parte del libro. La Real Academia Española también tiene una acepción para «epigrama» y es que se trata de composiciones poéticas y breves en las que se expresa «un motivo por lo común festivo o satírico». Ya desde “Noches de España” se aborda la línea satírica dentro del cuadro que el poeta pinta con sus versos, que pasa también por “Los balillas” y “Asamblea del fondo monetario internacional”. Es una manera un poco abrupta de acabar, pero no deja de ser el repicar de campanas al salir de la tienda —o el golpe seco al cerrar un libro—. La realidad vuelve a hacerse presente: el poeta regala la oportunidad de ver esa realidad de manera satirizada, lo cual no deja de ser una contundente crítica al mundo real.
ROCÍO GÓMEZ SOLDEVILA
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