'El resto de nuestras vidas'.
Autor: Benjamin Markovits.
Editorial: Chai editora.
Páginas: 224.
Año 2025.
En
El resto de nuestras vidas (The Rest of Our Lives), el escritor
angloamericano Benjamin Markovits ofrece una nueva vuelta de tuerca a la
narrativa de carretera. Publicada por la editorial Chai —que se ha ganado un
lugar privilegiado en la edición independiente con su apuesta por voces
contemporáneas de calidad—, la novela funciona como una road movie
literaria: hay movimiento constante, desplazamiento físico y encuentros fugaces
que marcan el itinerario emocional del protagonista. Sin embargo, Markovits
introduce un matiz que la aleja del molde más previsible del género: la
velocidad está en el fondo, en la tensión vital, no siempre en la superficie
narrativa.
Por
tradición, las novelas de carretera, como sus equivalentes cinematográficas,
tienden a avanzar con rapidez, reflejando en la prosa la sensación de
desplazamiento y la expectativa de lo que vendrá en la siguiente curva.
Markovits conoce bien ese código y lo respeta: Tom Layward, su protagonista,
está siempre en movimiento. De Pittsburgh a moteles sin nombre, de autopistas
interestatales a bares impersonales, la acción salta de un lugar a otro sin
perder de vista la premisa central: un viaje con un destino emocional incierto.
Ahora
bien, el autor introduce pausas deliberadas que ralentizan el ritmo para dar
espacio a la introspección. No se trata de frenadas bruscas, sino de tramos en
los que el protagonista abandona momentáneamente la carretera exterior para
adentrarse en la carretera interior, en la revisión de sus recuerdos y en la
evaluación de sus decisiones pasadas. Esta alternancia genera un pulso
particular: la urgencia de la huida convive con la lentitud de quien sabe que
el viaje no es tanto hacia un lugar como hacia una comprensión —parcial, y
quizá incómoda— de sí mismo.
La
historia arranca con una promesa hecha en silencio: Tom, profesor de Derecho de
55 años, decidió hace doce años que dejaría a su esposa Amy en cuanto su hija
menor, Miriam, se marchara a la universidad. El origen de ese compromiso está
en una herida antigua: Amy tuvo una aventura y Tom, lejos de reaccionar con un
divorcio inmediato, prefirió aplazar la ruptura hasta cumplir su papel de padre
presente.
La
novela se activa cuando ese momento llega. Tom conduce a Miriam hasta la
universidad en Pittsburgh, se despide de ella y, en lugar de volver a casa,
continúa conduciendo. No hay un plan claro, solo la voluntad de poner distancia
física y emocional con su vida anterior. Lo que empieza como una forma de
venganza pasiva se convierte en un viaje sin mapa, marcado por encuentros
esporádicos y la compañía inestable de sus propios pensamientos.
Markovits retrata con precisión la geografía social y visual de la América contemporánea: gasolineras con comida rápida y café aguado, hoteles de cadena con moquetas impersonales, pueblos pequeños que parecen construidos para ser atravesados sin detenerse, y tramos de autopista donde el horizonte se aplana. Pero aquí la carretera no es un símbolo de libertad juvenil, como en Kerouac, sino un espejo que devuelve la imagen de un hombre que huye de algo que lleva dentro. Cada parada es una oportunidad para medir la distancia que lo separa de sus hijos, de sus amigos, de sus antiguos amores, de sí mismo. El paisaje es, en cierto modo, intercambiable: lo que importa no es dónde está, sino cómo reacciona a lo que ve y a quién encuentra.
Uno
de los núcleos temáticos de la novela es la sospecha de que todas las
decisiones tomadas fueron, si no equivocadas, al menos insuficientes. Tom
recuerda cómo abandonó la idea de ser escritor para estudiar Derecho, cómo
eligió un matrimonio que tal vez respondía más a la comodidad que a la pasión,
y cómo aceptó convivir con un rencor sordo durante más de una década.
En
este sentido, El resto de nuestras vidas no se limita a narrar un viaje
físico, sino que traza un mapa de decepciones acumuladas. No hay un gran
fracaso que lo haya arruinado todo, sino una cadena de renuncias pequeñas que,
sumadas, han conducido a una vida dominada por la inercia.
El
gesto de marcharse sin aviso es, para Tom, una forma de saldar cuentas. No
busca infligir dolor abierto, pero sí marcar un corte definitivo. La venganza
aquí es silenciosa, casi elegante en su ejecución, aunque sus consecuencias se
sienten con crudeza. La huida, que al principio parece un acto de afirmación
personal, se va transformando en un aislamiento que ni la amplitud de las
carreteras puede disimular.
Markovits
maneja con sutileza esta tensión entre el deseo de escapar y la imposibilidad
de hacerlo realmente: el rencor viaja en el asiento del copiloto, y no hay
kilómetros suficientes para dejarlo atrás.
El
papel de los hijos en la novela es decisivo aunque sus apariciones sean
escasas. Miriam, la hija menor, es el punto de partida del viaje y un símbolo
del final de una etapa. Michael, el hijo mayor, aporta el contrapunto más
directo: en una conversación cargada de reproches, acusa a su padre de estar
“en el lado equivocado de la historia”, una frase que condensa la desconexión
generacional y moral que los separa.
Markovits
no convierte estas relaciones en melodrama. Son vínculos marcados por el afecto
implícito, la distancia emocional y la falta de comunicación, un retrato que
muchos lectores reconocerán como veraz.
La salud de Tom es un hilo constante en la narración. Sufre síntomas difusos —palpitaciones, fatiga, hinchazón, mareos— que nunca terminan de diagnosticarse. La sombra de un posible COVID persistente -¿y qué no lo es ahora?- sobrevuela la historia, pero lo importante es cómo esa fragilidad física acentúa su sensación de que el tiempo se acorta y de que el cuerpo, como la vida, ya no responde igual. La enfermedad funciona como metáfora de un desgaste más amplio: el de las relaciones, las expectativas y la propia capacidad de recuperación.
La
prosa de Markovits es sobria, precisa y de apariencia sencilla, pero construida
con una aguda sensibilidad para los matices emocionales. El narrador adopta un
tono confesional que se alterna con observaciones casi etnográficas del paisaje
y de la gente. Los diálogos son breves y significativos, y los silencios tienen
tanto peso como las palabras.
En
la edición española de Chai, la traducción introduce un elemento interesante:
el uso frecuente de hispanoamericanismos. Expresiones propias del español de
América —desde vocabulario cotidiano hasta giros sintácticos— dan a la prosa
una textura distinta a la que suele encontrarse en traducciones peninsulares.
Este rasgo puede generar un pequeño extrañamiento para el lector español, pero
también aporta frescura y amplía el registro cultural del texto. La elección de
Chai por este tipo de traducción parece deliberada: al igual que la novela
traza un viaje por un país vasto y diverso, el idioma que lo narra en español
refleja también esa variedad.
La
novela cumple con una de las premisas esenciales de las road movies: el
desplazamiento constante, el avance hacia algo que está más allá del siguiente
recodo. Incluso en los momentos más contemplativos, la sensación de viaje se
mantiene. No obstante, Markovits no renuncia a ralentizar el paso cuando el
personaje necesita mirarse a sí mismo. Es un equilibrio delicado: suficiente
dinamismo para sostener la tensión narrativa, y pausas para que el lector
perciba el peso de cada decisión, de cada recuerdo, de cada ausencia.
El
resto de nuestras vidas
es una novela que aprovecha la estructura del viaje para indagar en el
territorio más incierto: el interior de un hombre que, al dejar atrás su vida,
descubre que la verdadera distancia no está en los mapas. La editorial Chai
acierta al incorporar a su catálogo esta obra que combina el ritmo
característico de las narraciones de carretera con un pulso introspectivo.
Benjamin Markovits ofrece aquí un retrato sobrio y lúcido de la madurez, del rencor como motor, de las relaciones familiares a medio construir y de la enfermedad como recordatorio de que no hay escapatoria definitiva. Una novela que, como ciertas carreteras americanas, avanza sin prisas pero sin pausas, y que sabe que el viaje —por más rápido que sea— siempre deja tiempo para mirar por el retrovisor.
IVÁN CERDÁN BERMÚDEZ
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