CRÍTICA DE CINE/OPINIÓN
La
cartelera revela un cansancio que no se disimula. Antes de que aparezca el
logotipo del estudio, se reconoce el patrón: una historia ya contada, una
estética repetida, un eco de ecos. El cine comercial parece haberse
especializado en prolongar el pasado, en ofrecer variaciones mínimas sobre
fórmulas que fueron exitosas en otro momento.
Cuatro estrenos recientes resumen con precisión esta deriva: Superman, Misión imposible: Sentencia final, Los Pecadores y Devuélvemela. Ninguno es necesariamente desastroso -o sí-, pero todos comparten síntomas de agotamiento: efectos que sustituyen la emoción, amenazas que no inquietan, tramas que se dilatan sin urgencia, homenajes que son casi copias.
El personaje de Superman ha sido, durante décadas, un símbolo de rectitud y esperanza. En esta última versión, esa esencia se sustituye por una demostración constante de fuerza digital. La estructura narrativa se asemeja a la de un videojuego: niveles de dificultad creciente, secuencias de acción encadenadas, enemigos que surgen más como obstáculos mecánicos que como antagonistas dramáticos.
Los
diálogos carecen de peso, la música presente y agotadora pasa desapercibida por
mucho que se empeñen en remarcar los momentos emotivos y la trama se sostiene
apenas sobre un hilo de escenas espectaculares. La figura mítica del héroe
queda reducida a un recorrido por paisajes en ruinas, con explosiones diseñadas
para impresionar durante unos segundos y ser olvidadas inmediatamente.
No
hay en esta encarnación del personaje una visión renovada ni un subtexto que lo
justifique. El resultado es un espectáculo hueco, donde la fuerza sustituye a
la nobleza y el impacto visual intenta compensar la ausencia de emoción.
La
saga Misión Imposible se caracterizó, en sus mejores momentos, por
transformar lo imposible en creíble -al menos en lo referente al pacto de
ficción palomitero-. Cada entrega añadía un grado más de vértigo, de riesgo
físico y de ingenio narrativo. Sin embargo, en esta nueva entrega, lo
extraordinario se ha convertido en rutina.
El
villano principal es una inteligencia artificial que controla redes, datos y
estrategias globales. Una amenaza actual, pero que en pantalla carece de
presencia y de tensión. La historia se apoya en este elemento invisible sin
conseguir que resulte inquietante. La acción sigue siendo precisa y
espectacular, pero se percibe como un deber cumplido más que como una
inspiración.
El
metraje es extenso, aunque no pesado; las escenas se suceden con exactitud
milimétrica, pero sin esa vibración que distinguía a las mejores entregas. La
película se contempla con interés – a veces-, pero sin entusiasmo, como quien
asiste a un número que ya ha visto antes, ejecutado con corrección pero sin
sorpresa.
El género vampírico ha permitido explorar, a lo largo de su historia, desde el terror gótico hasta la metáfora social. Los Pecadores aspira a añadir un capítulo personal a esa tradición, con una ambientación cuidada y un desarrollo pausado. Sin embargo, su lentitud no se traduce en profundidad.
La
aparición de los vampiros se demora tanto que, cuando sucede, parece una
incorporación forzada más que un elemento orgánico de la narración. El
tratamiento de estas figuras carece de la intensidad que ha hecho perdurar a
otros relatos del género. Ni el miedo ni la fascinación se imponen; la
atmósfera se diluye en una trama que no avanza con decisión.
Frente
a propuestas que han reinventado el mito —la violencia seca de Vampiros
de John Carpenter o la épica febril de El sueño del Fevre—, Los
Pecadores opta por la contemplación sin un objetivo claro. La eternidad,
aquí, se confunde con la repetición.
Devuélvemela se presenta como un relato de suspense
sobrenatural, pero recurre a fórmulas y giros tan familiares que la sensación
de déjà vu se instala desde los primeros minutos. Las semejanzas con La
llave del mal no son discretos guiños, sino reproducciones casi directas de
sus recursos narrativos y visuales.
El
problema no es la referencia, sino la falta de reinterpretación. El cine, como
cualquier arte, se construye sobre influencias, pero requiere transformarlas en
una obra con voz propia. En Devuélvemela, los momentos que podrían abrir
caminos distintos se resuelven sin riesgo, siguiendo la senda ya marcada por
otros títulos.
El
resultado es una película sin personalidad ni capacidad para sorprender. Cumple
con los códigos -nuevos e insulsos- del género, pero no deja huella.
Más
allá de sus diferencias de argumento o de género, las cuatro películas
comparten un mismo trasfondo: la preferencia industrial por lo seguro frente a
lo novedoso. La repetición de fórmulas probadas y la explotación de personajes
conocidos reducen la capacidad de asombro del espectador.
En
Superman, la mitología se sacrifica en favor de la pirotecnia digital.
En Misión imposible: Sentencia final, la precisión técnica sustituye al
ingenio narrativo. En Los Pecadores, la contemplación se impone sobre la
urgencia dramática. Y en Devuélvemela, el homenaje se convierte en copia
y en homenajes vacuos a la serie B.
Esta
tendencia no es nueva, pero se ha intensificado en los últimos años, alentada
por la seguridad que ofrecen las marcas reconocidas y las fórmulas rentables.
El riesgo, cuando aparece, se reserva a producciones menores o a circuitos
alejados del gran público.
La
aceptación acrítica de estas propuestas contribuye a que el modelo se perpetúe.
Las cifras de taquilla confirman que el público continúa acudiendo a los
estrenos de grandes franquicias, incluso cuando la calidad narrativa se reduce.
Esta fidelidad garantiza ingresos inmediatos, pero debilita la exigencia a
largo plazo.
Mientras
la asistencia masiva se mantenga, los estudios no tendrán incentivos para
modificar su estrategia. La sala de cine se convierte así en un espacio donde
la novedad es sustituida por la variación mínima, y la sorpresa, por el
reconocimiento de lo ya visto.
En medio de esta repetición, se echa en falta el contraste que ofrecen las películas capaces de arriesgar. El cine puede combinar espectáculo y profundidad, como han demostrado títulos recientes en otros contextos, pero para ello es necesario que la emoción se coloque por encima del truco.
En
Superman, el efecto visual prevalece sobre la empatía. En Misión
imposible: Sentencia final, el esquema pesa más que el suspense. En Los
Pecadores, la atmósfera supera en importancia a la narración. En Devuélvemela,
la referencia se impone a la creación.
Es
posible que la dictadura de los exhibidores sea la responsable de que pueda
verse poco cine que merezca la pena. Evidentemente sigue haciéndose buen cine,
pero el mismo no aguanta en cartelera o no se estrena. Es todo demasiado triste.
El ruido, sin sentido, sin urgencia y sin alma, puede convertirse en la norma.
Evitarlo exige un compromiso de quienes producen, de quienes escriben, de
quienes exhiben y de quienes miran. No basta con que el cine entretenga: ha de
aspirar, también, a permanecer.
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