De
pequeño pasaba tardes enteras en los videoclubs de mi barrio. Uno era el Dymar,
en la calle Rafael de Riego, y otro era el Canarias, en la calle Canarias. Cada
uno tenía su encanto, aunque mi dependienta favorita era la del Canarias. Una
de aquellas tardes —debía de ser el año 1984—, mi madre me dijo que le
alquilase solo películas de Woody Allen. ¿Por qué sería esta orden? Puede que
fuese una tarde de sábado, porque, de otro modo, hubiese sido imposible ese
relajo de mi madre con una revista.
Acudí
al videoclub, y era una de esas tardes ya prenavideñas —para mi hermano y para
mí, la prenavidad comenzaba en noviembre, a veces en octubre—, y le pregunté a
la dueña del videoclub por las películas de Woody. Tenían uno de esos
ordenadores arcaicos, pero ponías un título o un nombre y aparecía la
referencia y el lugar donde debía situarse esa película. Es curioso: años
después, cuando tuve mi primer ordenador (que no fue un Spectrum),
pensaba que, introduciendo un nombre, me saldría el lugar donde tenía la
película grabada en VHS. Lo llamativo es que, cuando lo intenté, ya era casi
adolescente. Pienso que sería un reducto de mis deseos infantiles por un orden
que jamás he sido capaz de mantener. Maldito Sherlock Holmes, que dijo que era
ordenado en su desorden, o puede que fuese Billy Wilder el que hizo decir eso a
Sherlock y no Conan Doyle.
El
caso es que, en ese momento, solo tenían dos de Woody: Todo lo que siempre
quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar (1972), que estaba
alquilada, y El dormilón (Sleeper, 1973), sin alquilar. La cogí y
la vi con mi madre en aquella tarde prenavideña. Esa fue —al menos
conscientemente— la primera vez que tuve conciencia de Diane Keaton y,
posiblemente, de Woody. La película me encantó, y la música me volvió loco.
¿Quién era esa mujer y ese gafapasta tan pintoresco? Por aquel momento ya era
muy fan de los hermanos Marx, y recuerdo cómo me sobresalté al ver la relación
de la escena de Woody en el espejo homenajeando a Sopa de ganso (Duck
Soup, 1933). Lloré de la risa.
Diane
Keaton ya entró en mi
vida para quedarse. Siempre fabulé con qué pasó con Woody cuando se conocieron
en su obra —posteriormente película— Sueños de un seductor (Play It
Again, Sam, 1972). También me gustó mucho la frase de Woody —¿será real?—
al estar ella manteniendo una relación con Warren Beatty y decir que le
gustaría reencarnarse en el dedo corazón de Warren.
Creo
que, en esa búsqueda incesante de pelis de Woody, llegué a Annie Hall (1977),
y allí quedé deslumbrado por ese personaje, su vestimenta, su arrolladora
personalidad y, cómo no, las frases de Woody que se insertaron en mí como
tatuajes imborrables. Tiempo después leí que esa forma de vestir cambió la
moda, y no me extraña. Normal que le diesen un Oscar. Recuerdo un día de
Reyes, en casa de mi abuela trujillense, que los Reyes me trajeron el guion de Annie
Hall. Lo devoré cientos de veces.
Ahora
pienso en la habilidad de Woody al componerle ese poema visual y la repercusión
que tuvo. Llegué a Manhattan (1979) y aquello se volvió una locura.
Quizá esa sea la película de Allen que más veces haya visto. La vi por primera
vez en un colegio mayor y, desde ese día, más de setenta veces. Era otra Diane,
pero, a su vez, tenía tanto de esa Annie que me volvió a embelesar.
Me
fascinó cuando, por la hecatombe marital de Woody, recurrió a Keaton para la
magnífica Misterioso asesinato en Manhattan (Manhattan Murder Mystery,
1993). Allí estaba otra vez Annie, sin medida y con magia. Una pena que no
pudiese estar en Todos dicen I love you (Everyone Says I Love You,
1996).
Es
curioso que ayer, mientras releía la magnífica novela de Woody, ¿Qué pasa
con Baum?, imaginaba sus risas al leerla -por la noche supe de su
fallecimiento-. Allen siempre decía que era con la persona con la que más se
había reído, y que cuando terminaba una película se la ponía en su sala
privada. Siempre la ha apoyado en todo. Imagino cómo debe de estar él ahora.
Diane,
casi en cualquier película, me recordó a Annie, o puede que Annie me recordase
demasiado a Diane. Ahora miro a mi tía Paz, que siempre me ha recordado mucho a
Diane Keaton, y sonrío porque considero que el fervor y la proximidad
que siempre tuve por Keaton era porque la sentía como familia.
Buen
viaje, Diane.
IVÁN
CERDÁN BERMÚDEZ
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