CHCE SIĘ ŻYĆ ('LIFE FEELS GOOD'). El valor de sentir


CRÍTICA DE CINE

'Chce się żyć' (Maciej Pieprzyca. Polonia, 2013. 100 minutos)

No se precisa alardear de sensibilidad para afirmar que ‘Chce sie zyc’ (‘Life feels good’ a partir de ahora) remueve por dentro. Lo consigue en escenas puntuales e incluso sale ganando en la pugna ante los prejuicios existentes con historias de este cariz, defensoras del espíritu de superación desde una perspectiva bienintencionada que no trata de ocultar. ‘Life feels good’ presenta casi todo trance duro envuelto a modo de cuento y así el trago es menos amargo. No engaña, aunque de vez en cuando deje el lirismo y duela desde el realismo.

Película sincera y hecha a golpe de sentimiento, lo que realmente la hace grande es una interpretación exigente, de aquellas destinadas a acaparar elogios y llenar vitrinas, y que es cierto que es de aquellas que se quedan en la retina. Es el de Dawid Ogrodnik un trabajo extenuante, de una corporalidad agotadora. Hace posible lo que casi no lo era, olvidar que se está delante de un actor y no del personaje real en el que está basado el largometraje. En ese sentido, su labor va en consonancia con la propuesta de Maciej Pieprzyca. Se somete a las reglas de este subgénero, a la estela de magníficas películas como ‘Las llaves de casa’ (Gianni Amelio, 2004), sin que la originalidad, en lo suyo, en el guion y tampoco en la puesta en escena, juegue a favor. Todo gira alrededor de Mateusz, afectado por parálisis cerebral y desahuciado por los médicos hasta que un día, treinta años después, se descubre que hay un corazón que sentía y un cerebro en activo desde el primer momento. ‘Life feels good’ arranca desde su niñez y termina en la actualidad. Entre medias pasa por hospitales, etapas de descubrimiento, de despertar sexual –tan similar y con tanta distancia a la vez con la de ‘Yo, también’ (A. Pastor y A. Naharro, 2009) o de impotencia ante la incomprensión narradas por una voz, la del propio protagonista, relatando vivencias y sentimientos y despojando así a la película de un tono documental y emparejándola con la ficción.

Queda su desarrollo así en manos de un relato oral a veces fabulado, optimista casi siempre, como la luz tenue que entra desde el exterior en cada escenario. Es especialmente interesante el tramo inicial, el de la infancia, en el que quedan apuntadas costumbres socioculturales arraigadas en la Polonia de los 80. Lo que viene a continuación se ajusta a la fórmula, aunque en el realizador se apunta un tanto: hay escenas que conmueven, que pueden tocar incluso a los más escépticos, especialmente ese corajudo avance ante el jurado que debe determinar si el protagonista debe abandonar la institución mental en la que ha pasado gran parte de su madurez.  La cámara aguanta con la calma que precisa tan reivindicativo instante. Es el momento en el que Ogrodnik hace cumbre en su extenuante interpretación, que por otras latitudes le haría merecedor, o al menos candidato fijo, a galardones de todo tipo. 

RAFAEL GONZÁLEZ

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