'Código de silencio' (Gerard McMurray. Estados Unidos, 2017)
Llamativo lo rápido que Netflix ha alcanzado en tan poco tiempo un rango de productor y contenedor cultural de primer nivel. Ese sello de privilegio no ensambla todavía con las exigencias descontroladas del público 3.0, apetencias que no dejan de solicitar material, lejos de saciar. En ese ritmo de producción vertiginoso en el que está instalado el canal aparecen con cada vez mayor frecuencia trabajos que bajo su logo y marca de sofisticación apenas desvelan un tono telefilmero de media tarde. ‘Código de silencio’ es el ejemplo, un largometraje que bajo la arrogancia sobre la que se presenta, película que desenmascara los procesos de iniciación a una fraternidad universitaria, no es más que una suma de situaciones que no abre los interrogantes que debería. ¿Qué lleva a un joven a sufrir todo tipo de atrocidades para entrar en un grupo de estas características? Solo hay una escena que da la medida, fugaz pero reveladora y donde se vislumbra la profundidad que podría haber alcanzado esta propuesta. Es cuando los aspirantes torturados telefonean a sus tutores, antiguos miembros de la fraternidad hoy ya profesionales acomodados. Estos les reiteran las bondades de lo que vendrá después y, desde su posición de privilegio, les piden que resistan lo que solo parece una insensatez fruto de la inmadurez.
Hasta entonces, ‘Burning Sands’ sigue los protocolos del filme universitario de novatadas, silencios que no lo son y personajes tan planos con los que resulta espinoso empatizar ante su falta de cuestionamiento por lo padecido. Tan solo hay una acumulación de humillaciones al más puro estilo ‘La chaqueta metálica’ kubrickiana, autoimpuestas y sin que apenas haya espacio a las motivaciones de estos jóvenes, más allá de algún esbozo a modo de herencia familiar. Tampoco hay rastro de la comicidad de aquellas propuestas ochenteras de género y no asoma el dramatismo de ruptura generacional que hay en otras similares.
Los personajes principales no alcanzan singularidad y los secundarios aparecen desdibujados. Es de lamentar que tampoco se haya incidido en el tema racial ni el papel jugado por las chicas, reducido a dos personajes muy superficiales. Si el objetivo era dar luz al catálogo de salvajadas sufridos por estos jóvenes se ha conseguido, pero si se trataba de ir más lejos de lo que a pesar de la clandestinidad de este tipo de situaciones ya se sabe, el trabajo de Netflix se queda en la coraza, sin que pinche ni provoque reflexión alguna. Hueco, como la cabeza de estos jóvenes.
RAFAEL GONZÁLEZ
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