CRÍTICA DE CINE
'Maudie' (Aisling Walsh. Canadá, 2016. 115 minutos)
Aparecen últimamente con asiduidad en cartelera películas centradas en un personaje femenino, de profesión artista, tormentosa biografía personal y que hace del rechazo al papel prefijado por la sociedad del momento el núcleo de lo expuesto en pantalla. Ha pasado a tendencia lo que debería ser algo que no llamara la atención, se verá si no se enclaustra en un subgénero o se trata exclusivamente de moda fugaz. Hace bien poco el cine reivindicó la figura de la pintura alemana Paula Becker, un trabajo de largo aliento y que siguiendo el cauce del biopic al uso sabía hacerse fuerte y encontrar vértices más puntiagudos en los vaivenes emocionales de la pintora, sabiendo cómo enlazarlos con su obra artística. ‘Maudie’ es en este sentido mucho más blanquecina en su propuesta al estar asida al concepto de espíritu de superación y contraponer la pequeña gran figura de la pintora canadiense Maud Dowley a la de su marido. Ambientada en los años 30, la de Aisling Walsh es una película de personajes más que de situaciones, muy estática e incluso el tema artístico queda en un segundo plano, confinado a los trazos de esas paredes que delimitaban el hábitat de la pareja.
Al contrario que Paula, que buscó en París la libertad que no tenía en Alemania, a Maud no le hizo falta salir de esos muros de su minúscula vivienda para reivindicarse como mujer y como artista. La película se configura así de inicio como una íntima historia de superación en la que no falta un largo catálogo de humillaciones, malos tratos o abusos, siempre en esa frontera que no la haga demasiado desagradable. Ahí está para equilibrar esa dureza el optimismo infatigable de la protagonista y esos secundarios que oscilan entre la extrema acidez y la amabilidad sin límites. La clave para lidiar con esos extremos es el marido, encarnado por Ethan Hawke, personaje que como el de Sally Hawkins es carne de premios, sin que suponga eso ni elogio ni crítica. Entre gruñidos, algún bofetón y malas contestaciones se dejan ver esas briznas de humanidad, la emoción que fuera de esos instantes le falta a este producto de impecable manufacturado por otro lado.
En ‘Maudie’ una vez más el valor testimonial supera al cinematográfico. La pintura queda confinada en los márgenes para centrar su espesor en esa relación, sin la cual, a pesar de todo, se determina que quizá Maud no hubiera sido capaz de expresar con un pincel todo lo que palpitaba en su interior. Watkins sabe recoger ese espíritu ‘naif’ de la autora. Consigue sonrisas y ternura cuando debería haber lo contrario y ese es un mérito que eleva su trabajo y hace de ‘Maudie’ una propuesta unos puntos por encima de su riqueza reivindicativa.
RAFAEL GONZÁLEZ
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