CRÍTICA DE CINE
'53 guerras' (Ewa Bukowska. Polonia, 2018. 79 minutos)
El nivel de atracción del cine polaco en España lo calibra cada año la muestra Cine Polska. Nueve ediciones alcanza un ciclo que permite ver en pantalla grande producciones que de otra manera serían casi inaccesibles para el espectador. El festival ya llega a ocho ciudades del país y verifica la robusta salud de una cinematografía que escapa del cliché al que le someten los nombres de las celebridades que todos conocen. A lo largo de los prolegómenos de la ceremonia de inauguración se escucharon en los interminables discursos protocolarios apellidos como los de Wajda, Holland, Kieslowski o Polanski en su primera etapa y someros intentos de dar ofrecer unas características generales a una producción tan heterogénea. La extensión de los parlamentos casi igualó la duración del primer largometraje proyectado, el debut en la dirección de la actriz Ewa Bukowska.
‘53 guerras’ se une a la cada vez más gruesa lista de trabajos sobre los corresponsales de conflictos bélicos, aunque aquí el argumento mira a los que se quedan esperando su retorno, a lo que pasa en la retaguardia y a las consecuencias y el vacío que dejan. El protagonismo recae en su totalidad en Anna (trasunto de Grazyna Jagielska), la mujer del periodista Witek (en la realidad Wojciech Jagielski, con varios libros traducidos al español) y en la devastación que su ausencia le produce. Los tiros ya no están en la trinchera, sino en ese teléfono que no suena, en el hueco en la cama y en la reunión escolar con el padre de espíritu ausente. Los escenarios no son Grozni ni Kabul, sino el salón desordenado de una ciudad polaca cualquiera y la cocina a rebosar de cubertería sucia.
Desde el inicio, donde se desliza que esa dependencia que la mujer muestra por el marido tiene un origen marcadamente físico, hay un descenso continuo y prolongado a los infiernos a la locura. La dirección juega a agobiar con planos cortos y rápidos y lo hace con buen tino. Todos los elementos al alcance de Bukowska se ponen a disposición de lo emocional, en detrimento del estatismo que presenta el argumento y de unos personajes sin desarrollo. No hay titubeos a la hora de mostrar ese viaje a la locura, con momentos tan quebradizos como aquel en el que Anna inventa la muerte de su esposo u otro, ya en el extremo de la psicopatía, como los dos intentos frustrados de asesinato.
El otro personaje es el ausente, el reportero de guerra, al que apenas se le ve. Es un fantasma que no se responsabiliza y al que no se le señala, más preocupado por la entrevista al líder checheno que por el colegio de su hijo, una voz al otro lado del cable, un cuerpo al que engancharse sexualmente cuando cruza la puerta. En ese sentido ’53 guerras’ se posiciona casi sin darse cuenta, con el retrato absoluto del desequilibrio de la mujer y esa ausencia de cuestionamiento en la actitud del hombre. La imagen con la que se cierra la película es definitoria, con el último trazo al círculo interminable de frustración, dolor y dependencia entre una pareja que, quedó demostrado, nunca dejará de habitar en dos trincheras diferentes.
RAFAEL GONZÁLEZ
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