'EL PRADO' (Jim Sheridan, 1990)


CRÍTICA DE CINE

'El prado' (Jim Sheridan. Irlanda, 1990. 107 minutos)

Si hay un director irlandés que me gusta, ese es Jim Sheridan. El autor de obras tan memorables como 'Mi pie izquierdo', 'En el nombre del padre', 'El boxeador' o 'En América' nos ha cautivado durante años con dramas humanos que conseguían removernos las entrañas y hacernos reflexionar sobre temas como la codicia, el ideal de justicia o la fuerza de superación de un discapacitado proveniente de una familia de pocos recursos. En general, las historias de Jim se centran en tipos de perfil bajo, clase obrera y que luchan por sobrevivir a sus propias circunstancias.  

Recientemente, tengo el placer de ver 'El prado' (1990), su segunda película, protagonizada por Richard Harris y John Hurt, un pendiente –hace tiempo que la tenía fichada- que sin duda me resulta tocada por el genio de la lámpara, como ya me ocurriera con otras del autor. En esta ocasión, 'El prado' narra las conservadoras y tradicionales peripecias de un ganadero en la Irlanda rural del período de entreguerras, cuya codicia le lleva a asesinar, por conflicto de intereses, a un recién aterrizado foráneo estadounidense, de raíces irlandesas y representante del capitalismo reformista, que auspicia una nueva Irlanda con infraestructura industrial con la connivencia de la iglesia católica que, como deja claro la película, siempre se adviene al movimiento del dinero. -Poderoso caballero es don dinero- rezaba Paco Lucio, mi profesor de realización cinematográfica, creo que para motivarnos a la hora de escribir. 

La avaricia es un tema recurrente en la novela y en la narrativa del séptimo arte. Mientras veía el filme, pensaba en otras representaciones emblemáticas de este pecado capital, recordando títulos de talla XXL como 'Avaricia' de Stroheim, 'El tesoro de sierra madre' de John Huston u otras más modernas como 'El séptimo día' de Carlos Saura -matanza cuyo detonante era una disputa de lides– o la minimalista, descriptivamente narrativa, realista y turbadora 'Un plan sencillo' de Sam Raimi, probablemente una de mis películas favoritas. El tema se encuentra en multitud de títulos fabulosos a lo largo de la historia del cine, en obras que transmiten un claro mensaje a través del comportamiento de sus personajes. El cine americano ha sido un experto en el desarrollo de este tema bajo infinidad de contextos y vestimentas con mayor o menor profundidad en función del grado de ambición ('There will be blood') o la torpe mojigatería ('Fargo') de sus sujetos protagonistas. 

La codicia que mueve a los personajes en 'El prado' les reserva el mismo trágico destino del resto de filmes mencionados sobre esta misma cuestión. Enamorarse del dinero, o en este caso del valor de una propiedad, unas ridículas hectáreas de tierra, atrae la desgracia en forma de asesinato y autodestrucción. Pero, claro, son ridículas a nuestros ojos de espectadores ingenuos ávidos de ser impresionados. Dichosa tierra tiene un significado profundo para Bull (Toro), el ganadero arrendatario, víctima de un estado casi alucinatorio, interpretado magistralmente por Richard Harris. Su nombre, Toro, no es baladí, ya que arrasa con todo lo que pilla por delante, incluidos sus hijos. Se trata de un arma humana de destrucción masiva, cuyos argumentos -inicialmente nobles cuando representan la lucha de clases de los más desfavorecidos- ya se encargará Jim Sheridan, el director, de ir desmitificando y reduciendo a inmundicia, ya que acaban siendo las razones de un perfecto psicópata.  

Como afirma el cura a sus vecinos en los instantes previos al cierre de la iglesia, la codicia por un mero prado trajo a un asesino y a sus cómplices hipócritas, que en adelante deberán lidiar en soledad con sus pecados, expulsados del templo de Dios. 

La estética engancha desde el primer momento. Qué buenas sensaciones esos primeros minutos de planos con música sin apenas diálogos que nos recuerda que el cine es ese movimiento rítmico de acciones que hablan por sí solas. La fotografía de 'El prado' es cine destilado a la vieja usanza, de años atrás con su textura granulada, de tonos pastel o mezcla de matices. Una sucesión de imágenes en busca de un naturalismo que raya el lirismo. 

Los actores están geniales. Absolutamente creíbles. John Hurt, sublime haciendo de un tipo similar a Lennie, el personaje de 'De ratones y hombres' de Steinbeck, o por poner un ejemplo más cercano, el Azarías de nuestros santos inocentes. Si ya lo decía Billy Wilder: la virtud no es fotogénica. 

JORGE BERENGUER ÚBEDA

Publicar un comentario

0 Comentarios