Woody
Allen cumplió noventa años el 30 de noviembre de 2025. No hubo homenajes
públicos en Nueva York, ni retrospectivas televisivas, ni discursos de los
actores que un día pronunciaron sus diálogos. Tampoco hubo escándalo. Solo
silencio. Quizá el silencio sea el sonido exacto que acompaña al artista
cancelado, admirado en privado y repudiado en público.
Allen ya solo rueda en ocasiones películas discretas en Europa pero escribe
libros que funcionan como guiones no filmados, relatos de una vida que, desde
hace décadas, se confunde con su propia filmografía.
Durante
medio siglo fue el neurótico más lúcido del cine moderno: un hombre que
transformó la inseguridad, la culpa y el deseo en materia filosófica y cómica.
Hoy, convertido en un símbolo incómodo, su figura resume todas las
contradicciones del presente: la tensión entre arte y moral, entre memoria y
castigo, entre el individuo y la multitud digital que exige arrepentimiento.
La
historieta, la de siempre.
La
historia se ha contado mil veces, pero siempre con el mismo desenlace: en 1992,
Mia Farrow lo acusó de abusar de su hija adoptiva, Dylan. Hubo dos
investigaciones y ningún cargo, pero la duda quedó flotando como un residuo
tóxico. Durante los años noventa y dos mil, el caso pareció olvidarse.
Hollywood seguía financiando sus películas; Cannes lo invitaba; el público lo
veía como un genio excéntrico con un pasado borroso.
Todo
cambió con la irrupción del movimiento #MeToo. El no hijo de Allen,
Ronan Farrow —periodista estrella, rostro limpio de la nueva moral mediática y
probablemente hijo del tío Franky Sinatra— se convirtió en símbolo del
progresismo de denuncia. Fue él quien reactivó públicamente la causa de su
hermana Dylan y alentó el rechazo hacia su no padre.
El detalle biográfico —la sospecha nunca desmentida de que Ronan podría ser en
realidad hijo de Frank Sinatra— añadió un elemento casi novelesco: la
posibilidad de que el supuesto heredero del moralismo contemporáneo fuera
también hijo biológico del viejo mito libertino americano.
Así,
la historia familiar se convirtió en una parábola cultural. Allen, el
intelectual ambiguo, frente al hijo puro; el viejo orden liberal frente al
nuevo orden moral. La serie documental Allen v.s Farrow fijó de forma
pobre, enajenada y ridícula la supuesta versión definitiva: la del artista
protegido por el privilegio y condenado por la historia. Desde entonces, su
nombre desapareció del centro de la industria.
Exilio laboral europeo
La
cancelación de Allen no fue judicial, sino económica y simbólica. Las
plataformas y los estudios retiraron contratos; los actores jóvenes lo evitaron
-cuando tenían otros intereses. Todo en público, no en privado-; los festivales
se distanciaron. Su relación con Amazon —que había firmado para producirle
cuatro películas— se rompió abruptamente, y A Rainy Day in New York
quedó varada durante meses, como una película fantasma.
El
golpe fue más profundo que una simple ruptura comercial: marcó el final de una
era. Allen había sido, durante medio siglo, el único autor capaz de sostener su
independencia dentro del sistema estadounidense. Cuando el sistema lo expulsó,
su única salida fue Europa. En Francia, Italia o España aún puede rodar con
discreción, lejos del foco moralizador estadounidense.
En
esa migración hay algo trágico y, a la vez, coherente. Allen siempre fue un
europeo nacido en Brooklyn. Admiraba a Bergman, a Fellini, a Buñuel. Su ironía
era anglosajona, pero su melancolía, continental. Ahora filma en francés o en
español, con el mismo tono que en los años setenta, aunque el público ya no
escuche igual.
Cine en papel.
Privado
del aparato industrial, Allen se refugió en la palabra. Su autobiografía, A
propósito de nada, publicada tras la negativa de una gran editorial
estadounidense a editarla, se convirtió en su regreso más personal. Muchos la
leyeron como un alegato de defensa, pero puede interpretarse también como un
gesto artístico: un guion no filmado, una película contada sin cámara. En esas
páginas reaparecen todas las constantes de su cine: el humor autodepreciativo,
la culpa, la fascinación por la inteligencia y el amor, la nostalgia por una
Nueva York que ya no existe. El tono es el mismo de Annie Hall o Manhattan:
un monólogo veloz, sarcástico, que encubre una tristeza filosófica.
El texto puede leerse como un ejercicio de autoficción, como si Allen hubiera
asumido definitivamente que su personaje —ese hombre neurótico que habla
demasiado, que teme la muerte y se refugia en la ironía— ya no es una máscara,
sino él mismo. La cancelación lo empujó, quizá sin saberlo, a cerrar el
círculo: a convertirse en el protagonista de su propia película, a filmarse con
palabras.
Relatos y guiones invisibles
Su
última colección de relatos, recibida con tibieza, parecía un apéndice menor de
su obra. Pero entre los textos, uno brillaba con fuerza: Crecer en Manhattan.
Se percibe sin disimulo el ritmo cinematográfico, el equilibrio entre
melancolía y comicidad, la cadencia visual del viejo Allen. Ese cuento podría
haber sido una película. Tal vez lo fue en su cabeza.
Su
primera novela —anunciada como tal, aunque con el tono de un guion readaptado—
confirma esa impresión. El protagonista es un intelectual fracasado, atrapado
entre la vejez y el deseo, la culpa y el sarcasmo. El estilo reproduce la voz
de sus películas: directa, autorreflexiva, nerviosa. Allen, incluso en la
literatura, sigue escribiendo cine.
Puede
que el Woody Allen literario no sea una reinvención, sino una prolongación. Su
pluma siempre ha estado, pero ahora sin celuloide: la misma mirada, pero en
otro soporte.
Las películas que no filmará
El
catálogo de películas que Woody Allen no rodará nunca es el lado invisible de
su cancelación. Había proyectos en marcha con Amazon, otra posible serie,
incluso una despedida neoyorquina de gran presupuesto. Todos quedaron
cancelados.
Esas
películas perdidas componen una filmografía fantasma, un reverso invisible de
su carrera. Lo que queda ahora son las huellas: un fragmento en sus relatos, un
eco en sus memorias, un chiste recuperado en una entrevista.
Si se leen sus libros recientes con atención, pueden rastrearse ideas que
parecen venir del cine: escenas de restaurantes, paseos por el Central Park,
mujeres que piensan más rápido que los hombres, la conversación como forma de
deseo. Son los restos de una filmografía interrumpida, películas que migraron
de la pantalla a la página. En su literatura reciente hay una sensación de
clausura: la de un creador que sigue imaginando películas, pero ya sin el
aparato del mundo que las producía. ¿Ha convertido su vida en un rodaje que
nunca termina?
Creador de un género.
Allen
no solo creó un estilo; creó un género. Su obra es el territorio donde conviven
la comedia romántica, la filosofía, el drama el absurda, la comedia, la
angustia, el thriller, el pasado, el presente, el anhelo, el dolor. Ya se
escucha “es una peli como de Allen”. Eso es que abarca y aprieta mucho. También
es verdad que le han salido burdos e inoperantes imitadores, pero bueno. Allen
siempre mantuvo que si debes copiar, copia del mejor.
Esa
mezcla —existencialismo y humor judío, psicoanálisis y jazz— definió durante
décadas la identidad cultural de Manhattan. Pero el mundo cambió. En la era de
la literalidad, de las ofensas codificadas y la moral digital, el humor de
Allen resulta insoportable: demasiado ambiguo, demasiado inteligente, demasiado
libre.
La cancelación, más que un castigo, parece la consecuencia de su propia
lucidez. Tal vez lo cancelaron no por su pasado, sino porque su cine daba
demasiado en el blanco. Allen caricaturizó la hipocresía moral, y ahora esa
hipocresía lo ha expulsado del canon.
Su
caso demuestra que el pensamiento irónico —la capacidad de reírse de uno mismo
y de los dogmas— se ha vuelto sospechoso. En una época de certezas morales,
Allen encarna el malestar del intelectual que no comulga con ninguna ortodoxia.
En
entrevistas recientes se ha mostrado resignado, pero no derrotado. Dice que no
mira redes, que no lee críticas, que sólo le interesa “seguir haciendo cosas”.
En su clarinete semanal en el Café Carlyle, en sus caminatas solitarias por
Manhattan, hay un aire de despedida tranquila.
El hombre que convirtió la neurosis en arte parece reconciliado con su destino:
seguir siendo Woody aunque pocos lo celebren.
Allen
no necesita redención, ni perdón. Necesita contexto. Su figura resume el
tránsito de un siglo: del cine de autor al algoritmo, del ingenio a la
vigilancia moral. Es, quizás, el último intelectual de la vieja guardia, el que
todavía cree que el humor puede ser una forma de pensamiento. Y, en el fondo,
su vida se ha convertido en la mejor de sus películas: un hombre envejecido,
rodeado de dudas, pero incapaz de dejar de crear. Un personaje que sigue
hablando, incluso cuando todos los demás prefieren callar.
Cuando
Woody Allen cumplió noventa años, no hubo alfombra roja. Hubo, sin embargo, una
escena digna de él: un hombre diminuto caminando por el Upper East Side, bajo
un gorro negro, con el abrigo ligeramente torcido y un deambular firme pero sin
rumbo. Quizá pensaba en su próximo proyecto, quizá en una frase que recordaba
de Kierkegaard o en un chiste que olvidó contar. Quizá, simplemente, caminaba
para no dejar de estar en movimiento, como si la vida siguiera siendo una
película en la que él aún tiene algo que decir.
Allen
nunca pidió ser amado ni pidió ser entendido. Y esa es, tal vez, la forma más
pura de la ironía: que el hombre que mejor retrató la fragilidad humana haya
terminado siendo cancelado precisamente por entenderla demasiado bien.
Cuando
Woody cumplió noventa, el mundo seguía discutiendo sobre su culpa. Él, mientras
tanto, seguía escribiendo.
IVÁN CERDÁN BERMÚDEZ
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