Hablar de Los domingos
obliga a moverse en un terreno incómodo: el de una película que parte de una
idea sugerente, incluso pertinente en el contexto social y cultural actual,
pero que fracasa a la hora de convertir esa intuición inicial en una forma
cinematográfica sólida. El problema no es la ambición, sino la estructura, la
escritura del guion y una serie de decisiones que revelan una mirada más
preocupada por posicionarse que por construir.
La premisa de Los domingos
parece prometer una reflexión compleja sobre fe, familia, tradición y grietas
ideológicas. Sin embargo, a medida que avanza el metraje, la película se va
encerrando en un discurso cada vez más académico, en el peor sentido del
término: rígido, explicativo, incapaz de dejar que los conflictos respiren a
través de la acción y del comportamiento de los personajes. No estamos ante una
obra que confíe en el cine como lenguaje, sino ante una que necesita subrayar
constantemente sus intenciones.
Uno de los problemas más evidentes reside en el guion, que abandona personajes clave cuando ya no resultan útiles para la tesis. El caso de la tía es paradigmático: un personaje introducido con potencial dramático que termina tomando decisiones incoherentes, no porque la psicología lo exija, sino porque el relato necesita despejar el camino hacia su conclusión. ¿Y si la protagonista huye de su familia? ¿Y el padre? Todo se queda en bosquejos, en alguna ocasión, bosquejo caricaturesco. No hay evolución: hay funcionalidad. Y cuando los personajes dejan de comportarse como seres humanos para convertirse en piezas discursivas, el pacto con el espectador se rompe.
Algo similar ocurre con la
representación de la Iglesia, presentada como un espacio donde “todos son tan
buenos” que acaban resultando sospechosamente demoniacos. No por una lectura
simbólica compleja, sino por una simplificación maniquea: la bondad extrema,
sin fisuras ni contradicción interna, termina siendo tan poco verosímil como la
caricatura. El cine, cuando se acerca a instituciones cargadas de peso
histórico y moral, exige ambigüedad; aquí, en cambio, se opta por una limpieza
ideológica que empobrece el conflicto.
En cuanto a las interpretaciones,
el balance es irregular. La protagonista sostiene la película con una mezcla de
contención y fragilidad que sí logra transmitir conflicto interior. En ella hay
cine. El problema es que el resto del reparto no parece habitar el mismo
registro: algunos personajes se mueven en un realismo apagado, otros rozan lo
esquemático, como si no hubiera una dirección clara que unificara el tono, por
no hablar de las sobreactuaciones. El resultado es una sensación de desajuste
constante que impide que el conjunto adquiera cuerpo.
La pregunta clave es si Los
domingos es una película que se posiciona. En apariencia, juega a no
hacerlo, a mantenerse en una equidistancia reflexiva. Sin embargo, esa
neutralidad es tramposa. La película toma partido de forma indirecta, pero sin
asumir las consecuencias dramáticas de ese posicionamiento. No hay riesgo real,
solo una calculada ambigüedad que permite ser leída como “valiente” sin
incomodar demasiado. Es un gesto frecuente en cierto cine español reciente:
parecer crítico sin serlo en absoluto.
Este problema no es aislado.
Cuando películas como Los domingos reciben premios o un reconocimiento
desproporcionado, cabe preguntarse si realmente se está mirando el conjunto de
la producción española o si solo se atiende a un tipo muy concreto de obras:
las que circulan bien en determinados circuitos, las que encajan con una idea
preconcebida de “cine serio”, aunque formalmente estén llenas de carencias. No
es que el cine español carezca de talento; es que muchas miradas quedan fuera
del foco.
En este contexto, surge
inevitablemente la comparación con Sirat. ¿Se puede hablar de que Sirat
es una buena película? De nuevo, nos encontramos ante otra idea sugerente,
transformada en un dislate narrativo. El concepto inicial promete una
experiencia intensa, incluso radical, pero el desarrollo se diluye en
decisiones erráticas, en una acumulación de gestos sin verdadera articulación.
Hay momentos de interés, sí, pero no una arquitectura que los sostenga. Sucede exactamente lo mismo con la propuesta visual: más cercana a una concepción de película para televisión que para cine. Los planos parecen sacados del libro "normas para no salirse de lo común".
Lo preocupante no es que existan
películas fallidas —eso es inevitable y, en cierto modo, saludable—, sino que
se confunda la intención con el resultado y que el prestigio se otorgue más por
el tipo de discurso que por la calidad cinematográfica. Cuando esto ocurre de
forma reiterada, se instala la sensación de que el cine español va en
decadencia, no por falta de ideas, sino por falta de rigor en su desarrollo y,
sobre todo, por una crítica, una distribución y unos premios que parecen
conformarse con muy poco y ningunear aquello que no va aparejado a un gasto
considerable en publicidad.
Los domingos podría haber
sido una película incómoda, ambigua, realmente conflictiva. Tenía los mimbres
para ello. En lugar de eso, opta por un camino seguro, académico y discursivo,
donde el cine queda relegado a ilustrar una tesis. Y el cine, cuando se limita
a ilustrar, deja de ser cine para convertirse en argumento visual.
Quizá el problema de fondo sea
este: se premia la buena intención más que la buena película. Y mientras eso
siga ocurriendo, seguirán pasando desapercibidas obras más arriesgadas, más
vivas, menos complacientes. No se trata de negar el valor de películas como Los
domingos, sino de exigirles más, porque el cine español puede —y debe—
aspirar a algo más que a ideas sugerentes mal estructuradas.
IVÁN CERDÁN BERMÚDEZ
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