Durante
décadas, la crítica y el imaginario popular han consolidado la figura de Woody
Allen como la de un autor total, un creador casi autosuficiente cuya obra
parecería brotar directamente de una conciencia única, reconocible e
intransferible. Esa imagen, reforzada por su presencia simultánea como
guionista, director y actor, ha terminado por fijar una idea de autoría
cerrada, casi monológica, que resulta cómoda para el canon pero insuficiente
para explicar uno de los periodos más fértiles de su filmografía. Cuando se
observa con atención el tramo que suele considerarse su cima artística —el tránsito
de los años setenta a los ochenta—, esa imagen empieza a mostrar grietas
significativas. En el centro de esas grietas aparece un nombre que rara vez
ocupa el lugar que le corresponde: Marshall Brickman, figura clave no solo en
términos de colaboración, sino en la propia transformación del cine de Allen.
Las
dos películas que con mayor frecuencia se señalan como el núcleo duro de su
prestigio, Annie Hall y Manhattan, no pueden entenderse
plenamente sin la intervención decisiva de Brickman. No se trata de una
cuestión de reparto de méritos ni de justicia retrospectiva, sino de algo más
profundo: el cambio de modelo narrativo, emocional y moral que esas películas
introducen en la comedia estadounidense moderna no surge de manera espontánea
ni inevitable, sino del choque productivo entre dos sensibilidades distintas.
En ese choque se fragua un equilibrio singular que el cine posterior de Allen
rara vez volverá a alcanzar con la misma precisión.
El
caso de Annie Hall resulta especialmente revelador. Antes de convertirse
en la película que hoy conocemos, el proyecto llevaba un título muy distinto: Anhedonia.
El término, tomado del vocabulario psiquiátrico, alude a la incapacidad para
experimentar placer y resume con bastante fidelidad el tono del primer guion.
Aquella versión inicial, documentada en borradores conservados por la Writers
Guild of America y en testimonios posteriores recogidos en entrevistas
estadounidenses, giraba casi exclusivamente en torno al malestar existencial
del protagonista masculino. Era una comedia verbalmente brillante, pero
estructuralmente dispersa, más cercana a un monólogo neurótico prolongado que a
un relato emocional con verdadero desarrollo.
La
intervención de Brickman en ese punto no consiste en pulir el material ni en
añadir ingenio suplementario, sino en replantearlo desde la base. Frente a la
abstracción diagnóstica de Anhedonia, propone anclar la película en una
experiencia concreta: una relación amorosa con una mujer específica, con
recorrido propio, con autonomía narrativa. Ese desplazamiento es decisivo. No
solo transforma el guion, sino que obliga a cambiar el título, lo cual no es un
gesto menor ni cosmético. Annie Hall deja de ser una tesis existencial
para convertirse en una memoria sentimental, en el relato de algo vivido y
perdido, contado desde la melancolía y no desde la queja intelectual.
Muchas de las innovaciones formales que hoy se asocian a la película —la estructura fragmentada, los saltos temporales, la voz en off que se corrige a sí misma, la ruptura de la cuarta pared— ya estaban presentes de forma embrionaria en Anhedonia, pero carecían de peso emocional. Brickman introduce ese peso y, con él, una nueva forma de comedia adulta, capaz de hablar del fracaso sentimental sin convertirlo en simple material cómico ni en autocompasión. No es casual que buena parte de la crítica estadounidense de la época, desde Pauline Kael hasta ensayistas vinculados a Film Comment, subrayara que Annie Hall parecía interesarse tanto por la transformación del personaje femenino como por el derrumbe del masculino, algo poco habitual en el cine comercial del momento.
Manhattan prolonga y complejiza esa colaboración.
Bajo su superficie estilizada —el blanco y negro, la música de Gershwin, la
idealización de Nueva York— late un guion profundamente ambivalente, incluso
incómodo, en su tratamiento del narcisismo intelectual, la autoindulgencia
sentimental y la incapacidad moral de sus personajes. Esa ambigüedad ha sido
señalada de forma recurrente por críticos estadounidenses como uno de los
elementos que distinguen la película del Woody Allen posterior. Brickman actúa
aquí como un principio de fricción interna, como una voz que introduce dudas
allí donde el relato podría deslizarse hacia la autojustificación o la
celebración complaciente del protagonista.
Esa
fricción resulta esencial para entender por qué Manhattan sigue siendo
una obra tan admirada como problemática. El guion no absuelve a sus personajes
ni los convierte en portavoces de una verdad superior; los expone, más bien, en
toda su fragilidad moral, sin ofrecer una salida clara ni un juicio
tranquilizador. Brickman no moraliza, pero tampoco embellece. Introduce una
distancia crítica que impide que la película se cierre sobre sí misma como un
ejercicio de narcisismo estilizado.
Tras
Manhattan, la colaboración entre Allen y Brickman se interrumpe, y lo
hace sin estridencias ni rupturas públicas. No hubo enfrentamientos notorios ni
desacuerdos espectaculares. Lo que se produce es un desgaste silencioso, pero
significativo. En entrevistas concedidas por Brickman a medios estadounidenses
como The New York Times o American Film, el guionista ha
explicado que el proceso creativo con Allen se había vuelto cada vez más
absorbente y, al mismo tiempo, más cerrado sobre un universo estrictamente
personal. Brickman percibe que su función —introducir equilibrio, contención y
una mirada que no coincida plenamente con la del protagonista— empieza a
resultar incómoda o innecesaria.
Allen,
por su parte, parece inclinarse a partir de ese momento hacia un cine cada vez
más autorreferencial, más explícitamente autobiográfico, menos dispuesto a
aceptar resistencias internas en la escritura. La separación no responde, por
tanto, a una pérdida de sintonía profesional inmediata, sino a una divergencia
profunda sobre qué tipo de películas debían hacerse y desde dónde debían
escribirse. Brickman opta por retirarse antes de convertirse en un colaborador
ornamental, alguien llamado únicamente a legitimar una voz que ya no admite
contrapunto.
El
contraste entre el cine de Allen con Brickman y el posterior ha sido señalado
de manera recurrente por la crítica estadounidense. Sin negar la calidad de
muchas obras posteriores, numerosos ensayos han subrayado la desaparición de
esa tensión dialógica que caracterizaba a Annie Hall y Manhattan.
A partir de los años ochenta, el protagonista masculino tiende a ocupar el
centro absoluto del relato, y la ironía se desplaza progresivamente hacia la
autoindulgencia. Brickman, mientras tanto, orienta su carrera hacia otros
territorios creativos, especialmente el teatro musical, donde alcanza un enorme
éxito con Jersey Boys. Esa bifurcación contribuye, paradójicamente, a su
invisibilización dentro del relato canónico del cine estadounidense.
La
escasa presencia de Brickman en el imaginario popular responde también a una
lógica más amplia: la del mito del autor único, profundamente arraigado en la
cultura cinematográfica norteamericana desde los años sesenta. Allen supo
encarnar ese mito de forma ejemplar, situándose simultáneamente delante y
detrás de la cámara y convirtiendo su figura pública en una extensión de sus
películas. Brickman, en cambio, rehuyó siempre el protagonismo mediático y
aceptó con naturalidad el lugar secundario que la industria suele reservar al
guionista. Esa combinación —discreción personal y desplazamiento hacia otros
medios— ha facilitado que su nombre quede relegado incluso cuando se habla de
las películas que más le deben.
Volver hoy sobre Anhedonia, el proyecto que Annie Hall estuvo a punto de ser, permite medir con claridad el alcance de su intervención. Sin Brickman, aquella película probablemente habría quedado como una curiosidad ingeniosa, un ejercicio más de neurosis cómica sin verdadero espesor emocional. Con él, se transforma en una obra que inaugura una forma nueva de comedia adulta, capaz de pensar el amor desde la pérdida, la memoria y la contradicción. Algo muy similar ocurre con Manhattan, cuya complejidad moral difícilmente puede explicarse sin esa mirada externa que introduce dudas allí donde el relato podría cerrarse de manera complaciente.
Reivindicar a Marshall Brickman no implica restar valor al talento de Woody Allen, sino comprender que el mejor Allen fue, precisamente, el que aceptó escribir en diálogo, someter su voz a fricción y renunciar parcialmente al control absoluto. Annie Hall y Manhattan no son solo grandes películas: son el resultado de una colaboración excepcional en la que la autoría se diluye para ganar densidad humana. Que Brickman no ocupe hoy el lugar que merece dice menos de su importancia que de nuestra tendencia a preferir relatos simples, firmas únicas y genios solitarios. Pero el cine, como la literatura, rara vez se construye así. Y quizá por eso, porque supo desaparecer dentro de las películas que ayudó a hacer posibles, Marshall Brickman sigue siendo el arquitecto invisible del mejor Woody Allen.
IVÁN
CERDÁN BERMÚDEZ
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