VALOR SENTIMENTAL: BERGMAN COMO BRÚJULA, LA VEJEZ COMO CONDENA Y UN CONSUELO QUE DESACTIVA EL DOLOR.

 

Valor sentimental quiere ser una película de impacto moral: un drama familiar sobre la herencia afectiva, la culpa y la posibilidad —o imposibilidad— de reparar aquello que se rompió. Joachim Trier, sin renunciar a su pulso para el detalle íntimo, construye un relato que se mueve entre la contención y el subrayado, entre la tradición y el gesto contemporáneo. El film contiene escenas de gran verdad, sostenidas por interpretaciones magníficas, pero en conjunto termina resultando fallido: disperso en sus líneas de investigación, demasiado dependiente de una genealogía prestigiosa y, sobre todo, desactivado por un final conciliador que parece buscar clausura – y premios- donde el propio relato había abierto una herida inconsolable.

La historia se organiza alrededor de Gustav, cineasta veterano interpretado por Stellan Skarsgård, y sus dos hijas, Nora y Agnes, encarnadas por Renate Reinsve e Inga Ibsdotter Lilleaas. Tras la muerte de la madre, el reencuentro en la casa familiar no funciona como ritual de duelo, sino como reactivación del conflicto: el padre vuelve tarde, con una mezcla de autoridad profesional y torpeza íntima, e intenta reordenar el pasado desde el único lenguaje que domina: el cine. Esa pulsión no se presenta como perversión consciente, sino como incapacidad estructural. El problema de Gustav no es que no quiera a sus hijas; es que no sabe querer sin convertir lo querido en material.

Aquí aparece el gran referente que la película parece rozar y, a la vez, disimular: Ingmar Bergman. No solo por la situación dramática —padre, hijas, casa, cuentas pendientes—, sino por una concepción del artista como centro absoluto. Bergman fue cristalino al hablar de su vida creativa: el teatro como esposa -en la película el director siente odio por las tablas-, el cine como amante. Esa frase no es una anécdota: define una jerarquía vital donde la creación organiza lo sentimental y lo domestica. Valor sentimental trabaja con un modelo parecido, pero lo hace desde la perspectiva del desgaste: el artista ya no está en la cumbre, sino al borde del cierre biográfico, enfrentado a la vejez y al saldo final de lo vivido.


La vejez, de hecho, es una clave decisiva. Gustav regresa como un hombre que siente el tiempo como condena: no solo la culpa acumulada, sino el miedo a desaparecer sin haber fijado un relato. La película no necesita insistir en ello; lo deja en la textura del cuerpo de Skarsgård, en su energía contenida, en el modo en que la autoridad ya no es natural sino forzada. Gustav parece filmar —o querer filmar— para aplazar la desaparición, para convertir el pasado en algo administrable. El cine como última trinchera del yo.

En ese paisaje crepuscular cobra sentido una frase que se asocia inmediatamente a Bergman: “ruedo con mis amigos”. No es solo una idea romántica de la camaradería, sino la confesión de una sustitución: el set como familia funcional, el equipo como comunidad estable, los colaboradores como hogar. Valor sentimental toma esa lógica y la vuelve incómoda: el padre puede estar cerca de su gente de cine, pero lejos de sus hijas. Y en ese punto la figura del viejo director de fotografía —amigo, compañero, casi cómplice— se convierte en espejo y advertencia. La vejez del amigo (su cansancio, su fragilidad, su límite físico) convierte el rodaje en una imagen de extinción. Ya no es la fiesta del oficio: es el trabajo como resistencia al tiempo. Sucede algo similar con el productor, otro viejo guerrillero y peliculero -divertido el momento Netflix-.

Esa dimensión se refleja también en la forma. Hay un contraste significativo entre el impulso de filmar “en lo real” —en lo que sería la casa, el espacio vivido, la arquitectura con historia— y el desplazamiento hacia el estudio, hacia un lugar controlado, neutral, casi abstracto. Ese tránsito recuerda inevitablemente el gesto de Bergman en Saraband: el encierro, el espacio como caja, la puesta en escena como laboratorio de confrontación íntima. Trier parece tomar esa vía, pero con una diferencia crucial: donde Bergman asumía el desgarro hasta el final, aquí el encierro se convierte, poco a poco, en un decorado que pierde densidad histórica y acaba rozando lo genérico.


El propio final lo sugiere con fuerza: la casa termina pareciendo una “casa de catálogo”, una suerte de Ikea emocional donde todo queda ordenado y presentable. Ese cierre espacial es revelador: lo que era memoria se vuelve diseño; lo que era herida se vuelve estilo. Es como si la película sustituyera la verdad rugosa por una solución habitable. Y esa comodidad visual no es un accidente: acompaña una comodidad moral.

Antes de llegar ahí, el film introduce una nube de referencias teatrales: Ibsen, Chéjov, Strindberg. La casa como escenario, los diálogos en suspensión, el pasado que vuelve como amenaza, la familia como sistema de fuerzas. Sin embargo, esos nombres funcionan más como focos laterales que como eje real. Sirven para prestigiar la atmósfera y desplazar la lectura hacia una tradición noble, pero el corazón del conflicto es otro y mucho más cinematográfico: el artista que, como en Bergman, pone la creación por delante de la vida y luego pretende que la obra repare lo que su conducta destruyó. El teatro aquí opera como velo; Bergman, como núcleo.

Esta idea se refuerza si se coloca junto a un espejo literario muy pertinente: La última palabra, de Hanif Kureishi, cuya figura central es un trasunto de V. S. Naipaul. En esa novela, el gran autor consagrado aparece como un ser brillante y moralmente devastador, convencido de que su obra justifica el daño. Kureishi no busca redimirlo ni suavizar su crueldad: muestra el narcisismo, la violencia simbólica, la impostura del prestigio. Valor sentimental roza ese territorio —Gustav comparte ese aire de creador que absorbe la vida ajena—, pero retrocede cuando debería apretar. Donde Kureishi lleva la incomodidad hasta el final, Trier parece necesitar un cierre que amortigüe el golpe.

En el centro del film, aun con esas vacilaciones, hay una gran victoria: las actrices. La película es mejor cada vez que calla y las deja trabajar. Renate Reinsve construye a Nora desde la defensa: un personaje tenso, inteligente, herido, que no convierte el dolor en espectáculo. Su negativa a protagonizar la película del padre no es un capricho: es una línea roja ética. Ella entiende —con el cuerpo, no con el discurso— que actuar para él sería entrar en su relato, aceptar que el padre convierta la herida en material noble. Reinsve sostiene esa resistencia con una mezcla de dureza y vulnerabilidad que nunca se subraya: su gesto más pequeño suele contener un pasado entero.

Inga Ibsdotter Lilleaas, como Agnes, ofrece otra música. Su personaje parece más dispuesto a la conversación, quizá más abierto a la idea de vínculo, pero la actriz evita la ingenuidad. No hay reconciliación fácil en su mirada: hay cansancio, hay deseo de paz, hay una inteligencia práctica para sobrevivir al conflicto. En su interpretación se percibe la complejidad de quien no quiere dinamitarlo todo, pero tampoco quiere mentirse. Si la película alcanza su densidad moral en algún punto, es por la convivencia de estas dos respuestas al abandono: la resistencia y la negociación, el límite y la tentativa.

Stellan Skarsgård completa el triángulo con un Gustav que no necesita gritar para resultar inquietante. Su autoridad es la de un hombre acostumbrado a que el mundo responda a su visión. Pero ahora el cuerpo envejecido y el tiempo en contra lo empujan a una forma de vulnerabilidad que no es virtud: es urgencia. Skarsgård muestra bien esa mezcla de sinceridad y egoísmo, de arrepentimiento y manipulación involuntaria, de afecto real y necesidad de control. Ese es el mejor Gustav: el que no puede evitar convertirlo todo en cine.

En cambio, el film pierde fuerza cuando introduce la subtrama de la actriz americana, interpretada por Elle Fanning. La idea es clara: si la hija no quiere ser su película, el padre busca sustitución. Pero la línea acaba diluyéndose en lugares comunes y no alcanza contundencia. No es un problema de Fanning —que aporta una presencia luminosa y un contrapunto tonal interesante—, sino de escritura: su figura funciona más como dispositivo que como personaje plenamente necesario. La película dispersa energía en esa vía justo cuando debería concentrarse en el conflicto esencial.

Esa dispersión se repite en la investigación sobre los antepasados y la genealogía. La película abre una ruta prometedora —la herencia como cadena histórica, la familia como archivo y lo no dicho pero entendido—, pero no termina de darle forma. Son ideas esbozadas, sugerentes y, precisamente por eso, peligrosas si no se desarrollan con rigor. Al quedar a medio camino, funcionan como promesa incumplida: añaden gravedad sin construir sentido, amplían el campo moral sin convertirlo en acción dramática.

De ahí que la película insista en presentarse como historia de impacto moral y, sin embargo, lo mostrado no siempre lo parezca. El conflicto cae a menudo en absolutos de dolor: dolor como esencia, dolor como identidad, dolor como única música. Ese absolutismo, paradójicamente, reduce la potencia moral. La ética emerge cuando hay fricción, cuando hay zonas grises, cuando el daño convive con gestos contradictorios. El film lo consigue por momentos —sobre todo gracias al humor y a las actrices—, pero a veces se instala en una solemnidad que se vuelve plana.


Conviene insistir en algo: la película es larga, pero no pesada. El problema no es el metraje; es la deriva. Al abrir demasiados frentes (la actriz americana, la genealogía, el cine dentro del cine, el retorno a la casa, el estudio), el film va perdiendo concentración. Y cuando llega el final, en lugar de aceptar el vacío que el tiempo impone, ofrece consuelo.

Ese final conciliador —acompañado por la estética “habitable” de la casa-catálogo— parece buscar otra cosa: clausura, redondez, una felicidad funcional que contradice el dolor inconsolable que la película había sabido mostrar. No es un final necesariamente “falso” en términos narrativos, pero sí incoherente en términos emocionales. Desactiva la herida. Y al desactivarla revela, con crudeza, las aristas de la concepción fílmica: la dificultad para sostener hasta el final la incomodidad, la tentación de cerrar donde sería más honesto dejar abierto.

En suma, Valor sentimental es una película atravesada por materiales potentes: Bergman como referente principal (pese a los focos laterales del teatro), la vejez como condena del tiempo, el rodaje como familia sustitutiva (“rodar con amigos”), el paso de la casa real al estudio en un gesto que recuerda Saraband, y un reparto femenino extraordinario que eleva lo que el guion dispersa. Pero también es, finalmente, una obra fallida: fuera de tiempo en su solemnidad, indecisa en sus líneas de investigación y demasiado conciliadora en un cierre que parece premiar el consuelo por encima de la verdad del dolor. Si deja algo perdurable, es el trabajo de Reinsve e Ibsdotter Lilleaas: ellas sostienen, con inteligencia y precisión, la película que el film quería ser y no termina de lograr.

IVÁN CERDÁN BERMÚDEZ

 

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