Crítica de cine.
`El espía inglés´. (Dominic Cooke. Reino Unido, 2020. 111 minutos).
La Guerra Fría es en sí misma
un poderoso género que ha tenido una gran muestra de talento en diferentes
novelas y películas. Se puede citar a directores como Stanley Kubrick, Carol
Reed, John Irving, Alfred Hitchcock, Billy Wilder y un largo etcétera de nombres.
Como telón de fondo ha estado presente en textos protagonizados por James Bond
o, cómo no, en los ideados por Graham Greene, Eric Ambler y el casi siempre
notable John Le Carré.
Dominic Cooke es un
portentoso director de actores como ya demostrase en la serie shakesperiana de ‘The
Hollow Crown’ (2012 y 2016). Su anterior puesta en largo fue ‘On Chesil Beach’ (2017)
y la misma adolecía de los mismos problemas que la novela de McEwan, aunque en
el aspecto interpretativo fuese correcta. Que haya apostado por Benedict Cumberbatch
parece lo más natural si se atiende a que ambos trabajaron ya juntos en la
época en la que Cooke fue director artístico en el Royal Court Theater de
Londres. También fue su apuesta para dar vida al controvertido y deforme rey Ricardo
III en el último capítulo de la serie shakesperiana. No cuesta imaginar que,
para poner en vida a uno de los héroes nacionales por excelencia, Greville
Wynne, volviese a llamar a la puerta de Cumberbatch y este lo agradeciese
realizando una interpretación excelente. Es más, es factible que sea la más
destacada del actor en bastante tiempo.
Si se atiende a la propia
historia, esta no aporta grandes novedades al género en sí mismo. Se podría
considerar que está hermanada con la cinta de Spielberg ‘El puente de los
espías’ (2015). ‘El espía inglés’ está basada en un acontecimiento real y puede
que uno de los lastres de la misma sea
el hecho de tener una guía que seguir que no es otra que la realidad. La
historia no está planteada como una trama de espías con intrigas, aunque
evidentemente tiene mucho de ello, pero la apuesta real del libreto es por el lado
humano que rodea a las diferentes acciones. Los secretos, las familias y el
miedo a desaparecer o a los posibles daños colaterales son los que van guiando
unos acontecimientos que siempre persiguen un claro destino. La tensión
acompaña a las acciones de este agente “amateur” reclutado por el MI6 durante
el apogeo de la guerra.
La amistad es una de las premisas de la
historia y los personajes van cambiando en función de ella y de las continuas
justificaciones que han de dar para que los secretos estatales no salpiquen a
nadie más. Nervios, acusaciones y diversas trampas. Eso cala en un Wynne que se
niega a aceptar que forma parte de una comparsa gubernamental a la que le
importa muy poco cualquier implicación emocional. Hay momentos un tanto
grotescos, si se atiende a la amenaza mundial y al conflicto que se intenta
evitar, relacionados con los celos de la mujer de Wynne. Se esboza un pasado de
aventura extramatrimonial que colea en aquella fisura que causó. No hay
segundas oportunidades. Detener una guerra nuclear y dotar de responsabilidad a
un vendedor como era Wynne, al que el terror al abandono de su mujer le daba —o
eso parece— más miedo que las consecuencias de una catástrofe a gran escala, no
deja de tener un elemento si no cómico al menos curioso. El peligro de los
secretos y los arrepentimientos por las sospechas también tienen cabida en una
historia en la que hay que elogiar el diseño de producción. La verosimilitud
que poseen las localizaciones y lo cuidado de todos los aspectos técnicos consiguen
que la cinta vaya nutriéndose de elementos muy sugerentes que le sirven para
disimular instantes en los que la trama se vuelve un tanto monótona.
La camaradería entre esas dos
culturas tan diferentes -la rusa y la británica- y enfrentadas en un momento
tan determinante roza el romance afectivo de la camaradería porque ninguno de
los dos jamás descubre al otro por muchas torturas a las que son sometidos.
Mientras que Wynne era un vendedor, su amigo Penkovsky era un héroe sin miedo,
condecorado y consciente de lo que supondría su acción por buscar un mundo
mejor. Se aprecia la camaradería en esas celebraciones en las que brindan, se
abrazan y establecen planes futuros para con sus familias. La historia vira en
un determinado momento a una guerra psicológica que tiene a Wynne como
protagonista, aunque la ira se descarga de forma más cruenta contra su amigo
Penkovsky. La presión y la tortura no minan la esperanza de un Wynne seguro de
que volverá a casa.
Cooke realiza una dirección
muy exquisita y, conocedor del talento de los actores con los que trabaja, no
recurre a un artificio visual que hubiese lastrado y mucho todo lo planteado.
Los planos son elegantes y siempre potencian el trabajo interpretativo. La
cinematografía a cargo de un soberbio Sean Bobbit ayuda a
establecer un mayor calado de los diferentes virajes emocionales que se
insertan a lo largo de la historia. Es capaz de manejar los oscuros o los haces
de luz con una precisión milimétrica sin mostrar el truco o querer destacar por
encima de la trama. La partitura de Abel Korzeniowski es también muy efectiva y
dota de emoción y tensión a los momentos más turbios. Es evidente la influencia
que tiene en la elaboración de la trama el espíritu de Le Carré, aunque hay un
elemento emocional que permite que la historia respire por sí misma. ‘El espía
inglés’ es una buena película. Dominic Cooke es un director notable. En
la actualidad prepara la versión fílmica de su aclamada Follies. Ya se verá, pero huele a éxito.
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